Al amanecer de ayer martes, primer día de este agitado septiembre, Yenia, Katherin, Laura, Yoán… 160 duendecillos de uniformes y pañoletas, se abrían paso entre los trillos húmedos de unos cafetales maisienses.
Loma arriba, con tantas sonrisas, con tal ligereza, sin reparar en el fango rojizo que a casi todos les pintó los zapatos horas antes pulidos, parecía que se burlaban de la gravedad para conquistar el cielo, en busca de la escuela primaria Manuel Fajardo, asentada sobre la meseta cafetalera de Los Llanos, en Maisí.
Vaya ingenuidad del observador, ver los mejores frutos de estos parajes en los racimos copiosos de granos maduros, que cuelgan de los cafetos como aretes de oro; o creer que lo más bello de aquí son las polimitas, que colorean el paisaje.
Niños y niñas como Andrea Navarro Matos, de nueve años, y estudiantes del tercer grado en la comunidad de Los Llanos, extremo oriental de Cuba; regresaron a sus escuelas con sus mochilas repletas de libros, «que parecen nuevos aunque no lo son, pero los forré toditos».
Y volvieron a las aulas cargados de anécdotas. Andrea dice que llevó tres flores: «para Martí y mis seños, Idalia Pelier Ortiz y Ana Elia Díaz Cantillo».
«Y a mis amiguitos, Yenia, Katherin, Yoán y Nikel, que no los veía desde marzo, porque viven lejos de mi casa, los extrañé todos los días y se los dije. Fue emocionante cuando los vi».
–Seguro que a cada uno le diste un abrazo y un beso –le pregunté. Entonces la niña cortó mi fingida suposición. «¿Usted no sabe que eso no debemos hacerlo, para evitar el coronavirus?
«Yo les hice así, mire, como el actor que por las noches, después del noticiero de la televisión, hace una musaraña y dice: “te saludo con el codo; tú bien sabes la razón”... La razón es evitar que nos enfermemos.
«También les conté de las teleclases, del álbum de la Patria, que hice, con los retratos de Martí, Fidel, Celia, y Raúl. Y les hablé de lo triste que me puse cuando pasó la tormenta Laura».
–¿Triste por qué?
«Le tumbó el techo a mi escuela, y entonces yo creí que no íbamos a poder comenzar las clases en septiembre. Pero, ¡a los dos días ya le habían puesto tejas nuevas, y mi escuela quedó más bonita».
Anécdotas así, se cuentan por millones en esta Isla, uno casi revienta de orgullo, aunque a ratos no pueda evitar la nostalgia, cuando la memoria devuelve lo que denunció Fidel en el juicio del Moncada: «a las escuelitas públicas del campo asisten descalzos, semidesnudos y desnutridos, menos de la mitad de los niños en edad escolar… ¿es así como puede hacerse una patria grande?».
Hoy la realidad le quita la interrogación a la frase. Lo confirman los duendecillos que se abren paso entre los trillos húmedos de los cafetales maisienses, como en busca del cielo. Es así como puede hacerse una patria grande.
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