ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Unos años después del asalto al cuartel Moncada, cuando los sueños de los jóvenes que protagonizaron la homérica gesta se hacían realidad, una niña escuchaba atenta la marcha compuesta por Agustín Díaz Cartaya.

El Himno del 26 de Julio se entonaba entonces en los CDR justo a las 12 de la noche, para esperar cantando y celebrando la fecha. Bien aprendida ya y para siempre la sugestiva letra, seguía el coro de los mayores, pero prestando especial atención a cada palabra. Tras el canto colectivo, los vecinos, como miembros de una gran familia, brindarían y bailarían hasta la madrugada.

Con algún conocimiento de la Historia, el que podían alcanzar sus escasos nueve años, comprendía con claridad lo que significaba aquel Adelante, cubanos, que Cuba premiará nuestro heroísmo, pues somos soldados que vamos a la Patria liberar. Y sabía bien a quién se refería aquello de la plaga infernal de gobernantes indeseables y tiranos insaciables que habían hundido en el mal a la Isla.

De pronto empezó a llorar. No humectando sus ojos con lágrimas de emoción, sino con visibles sollozos que el padre advirtió y por los que hubo de separarla del sitio. – ¿Qué te pasa? ¿por qué lloras?

–Porque, ¿cómo vamos a estar aquí en esta fiesta, y todo el mundo divirtiéndose, recordando a aquellos que muertos están? Absorto ante la nobleza infantil, procuró confortarla explicándole que absolutamente ninguno de los caídos estaba olvidado ni muerto. Tal como dice el himno, un pueblo unido los recordaba y los retoños de los primeros años de la Revolución, hombres y mujeres de hoy, madres y padres de las nuevas generaciones, tienen el deber de preservar, para que jamás se olvide, la memoria de esos días gloriosos.

***

De cada uno de los moncadistas puede escribirse un libro. Los que hacen poesía con la vida que escogen no son nunca hombres comunes. Quienes la ofrecen para extirpar de raíz lo inadmisible son poetas, aunque no escriban versos. Hubo entre ellos uno que los hacía al estilo de aquel bardo español que maldijo la poesía si era concebida por los neutrales como un lujo cultural,  y no la entendía si venía de quien no tomara partido. Por escribir en el papel su amor por Cuba, y en la piel de la historia su historia de joven admirable, a Raúl Gómez García le sobran razones para ser llamado el Poeta de la Generación del Centenario.

Aunque tuviera apenas 12 años cuando escribiera los primeros versos, esa fuerza arremolinada de ver escritas las emociones venía gestándose desde mucho antes, cuando la generosidad hizo nido en el niño con natural apego. Incompatible como es con la maldad, la poesía halla espacio fértil en las almas nobles, y en el pequeño Raúl habitaba una.

Apasionado desde pequeño con Martí, leerlo, aprehenderlo, querer ser como él, y hacerse acompañar en sus juegos de una banderita cubana y de un retrato del Héroe, Raúl marcaba la diferencia. Intransigente con la injusticia, en cualquier contexto en que la presenciara, podía trocar su ternura por un envalentonamiento capaz de neutralizar el acto.

Por eso salvó al gatico –uno más de los que tuvo– cuando vio que otros niños lo golpeaban y lloró para que su madre lo dejara en la casa; por eso era líder que en lugar de vencer convencía, por eso colaboraba en periódicos para denunciar,  por eso abandonó su carrera de Derecho para estudiar Pedagogía, por eso «rompió» la paz del hogar al empezar a trasnochar y buscarse «problemas» mayores.

El espíritu pacífico del poeta perdió la calma cuando el 10 de marzo de 1952 Batista dio el Golpe de Estado. Cuenta su madre que dijo malas palabras y dio patadas en el suelo. La furia fue a parar al texto Revolución sin juventud en el que puede leerse: «No vamos a teorizar, vamos a combatir. No vamos a decir, vamos a hacer. Esta es la fórmula mágica de la presencia de la juventud. Nosotros, jóvenes, nos sentimos dentro de la consigna y dentro del presente y arrostraremos las consecuencias y asumiremos las responsabilidades del tiempo que nos pertenece».

Más adelante, apuntando al ejemplo de Martí, el escrito refiere: «El recuerdo de su cumplimiento sin fronteras es la luz que nos alumbra, sus párrafos construyen la conducta de nuestra alza y su sueño debe ser el nuestro: ver a Cuba feliz».

De otro manifiesto fue también redactor, el del Moncada, en acuerdo y por orden de Fidel, quien lo leyera en la Granjita Siboney horas antes de emprender la acometida. Acto seguido, la voz de Raúl Gómez García se elevó para reafirmar el ideario recogido en el documento por medio de algunas estrofas de su poema Ya estamos en combate.

Convencido de que, tal como rezaba el Manifiesto del Moncada, «en la vergüenza de los cubanos estaba el triunfo de la revolución», la que no había triunfado todavía, pero la que sin duda «por la dignidad y el decoro de los hombres» triunfaría, partió al ataque.  

Como a tantos hermanos suyos le tocó caer, y aquel baño de sangre y horror  fue –para usar sus palabras– más culpa y fango para el tirano, pero también el inicio de la nueva aurora, La república digna y decorosa / Que fue el último anhelo de Chibás.

Raúl no volvió a su casa; no pudo casarse, como pensaba hacer pocos meses después del Moncada, no logró ver realizada la revolución por la que dio la vida, los versos que le nacían en el pensamiento fueron cercenados por la tiranía.

Su nombre hoy designa una plaza, un hospital, una escuela, o varias. Un busto lo eterniza en la sede de la ctc Nacional, que cada 14 de diciembre celebra, recordando la fecha de su nacimiento, el Día del Trabajador de la Cultura. A quienes por más de 20 años trabajan sostenidamente en el sector se le reconoce con una medalla que deja ver su rostro.

Aunque esté en cualquier sitio, convertido en perenne homenaje, sentirlo en la Revolución es el mayor miramiento. Que no olvidemos jamás el tributo de su vida a cada pedacito de la dicha nuestra.

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