Amigos

Con el tiempo hay amigos que se vuelven familia. Están ahí, al pie de tu vida, como un soldado dispuesto a servir. Aquellos que se hacen en la infancia cobran un valor incalculable cuando no se «despintan» con el paso de los años, ni con la distancia.

Hace poco vi a una de mis amigas de la secundaria. Cargaba a su hija recién nacida. Estaba alegre, victoriosa tras vencer un parto difícil, una operación complicada, una larga recuperación. 

A pesar del tiempo, seguíamos siendo las mismas. No pude dejar de recordarnos con aquel uniforme amarillo que en nada nos favorecía. Por unos segundos viajé a la adolescencia, a las tardes con Anay y Jany, a los días en que la merienda era un refresco Toki, cuando los libros se forraban con revistas, cuando no usábamos zapatos de marca.

Éramos tres niñas llenas de sueños y acné, con el pelo más rebelde que las emociones. Soñábamos historias de amor perfecto que nunca llegaron. El futuro, incluso, se nos puso más duro de lo que pudimos imaginar.

Ahora no nos vemos con tanta frecuencia, pero no falta la llamada a cualquier hora para hablar de todo y de nada. No falta el apoyo, la sensación de saber que están ahí, como siempre lo ha estado mi confidente del preuniversitario, mi querida Eve, en aquellos tiempos en los que pasábamos horas estudiando y nos curábamos las penas con pan tostado.

Mi madre siempre me ha dicho que los amigos no tienen que ser muchos, tienen que ser sinceros. Por eso, cada vez que recibo a una persona noble, sincera, le devuelvo cada gesto con lealtad.

Porque, ¿qué sería la vida sin esos amigos de oro molido, que te borran las tristezas con una tarde de café en la que te organizan los pensamientos? ¿Qué sería la vida sin el apoyo de unas manos honestas, que te ayudan a levantarte después de un tropiezo o un mal amor?

Amigos tengo pocos, poquísimos, pero valen la pena. Amigos tengo pocos, pero son como familia.