Cirilo Empella era, definitivamente, el mejor elaborador de chicharrones de puerco de toda la vecindad. Sus manjares crujientes y dorados habían ganado fama y pocos se resistían ante esa apetitosa dosis de colesterol, que dejaba en la boca sabor a domingos de pachanga o tertulias con cervezas frías o tragos de ron cubano.
Su primo, el gordo Menelao, que se había ido de Cuba hacía tres años sin poder regresar de visita por razones de la economía y del arduo trabajo que tenía que hacer en el Norte, siempre fue el mayor admirador-consumidor de los chicharrones de Cirilo, y aunque en la ciudad donde ahora (y para siempre) era un extraño, se vendían cantidades insospechadas de ese criollo plato, extrañaba el sabor de aquellos que devoraba por docenas, en el viejo portal de la casona familiar.
Una tarde no soportó más y le pidió al primo que le mandara una lata de chicharrones con alguien que a la sazón visitaba la Isla y era del barrio natal. El viejo Cirilo Empella, quien tenía su finquita en las periferias de Rancho Boyeros, se sintió honrado, y ni corto ni perezoso, sacrificó a Gudelia, una puerca hermosa y de lomo brillante que pastaba tranquilamente junto a la cerca del aeropuerto de La Habana.
Todo quedó listo, preparó unas latas que antes contenían mermelada de mango y las repletó con los ejemplares «chicharroneros» más emblemáticos, porque, además, quería demostrar a los de allá que, aunque tuvieran los puercos más modernos del mundo, nunca lograrían alcanzar el sabor isleño de sus empellas.
El domingo siguiente se fue entusiasmado el gordo Menelao para el área de llegada del aeropuerto de Miami. Literalmente la boca se le hacía agua, y después de una espera que le pareció interminable, vio aparecer a Gumersinda, una mujer coetánea que había recibido la delicada misión de traer las latas (eran dos).
El Gordo casi se le abalanza cuando la vio llegar, pero la cara de la mujer lo frenó en seco. Algo no estaba bien, y la sola idea de que se hubiera comido los chicharrones durante el vuelo le enfrió el alma y el estómago; pero la cosa era peor. La mujer le soltó la verdad sin tapujos, sin contemplación: «Mira, Gordo, se fastidiaron los chicharrones de Cirilo. Me los quitaron al entrar, por culpa del bloqueo, de una tal ley de Helms y otro de apellido bruto, y porque dicen que estaba comerciando con el enemigo».
Viendo que el Gordo se ponía pálido, se apuró a explicar para evitar malos entendidos: «Las latas contenían níquel de Moa, los chicharrones se frieron con marabú de la finca que antes fue de don Mereciano, aquel chulo batistiano que salió echando en el 59 y, para colmo, la puerca creció amarrada en el terreno del aeropuerto, y dicen que eso es propiedad de un tipo que ahora vive acá, y está reclamando. Nada, Gordo, que si quieres comértelos, vas a tener que ir a Cuba, o esperar a que estos locos levanten el bloqueo».
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Gloria Alicia León Martínez dijo:
1
27 de junio de 2020
19:30:23
Tania Alina Mena Silva dijo:
2
1 de julio de 2020
16:27:25
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