ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Nadie imaginó, quizá solo un astrólogo o alguna pitonisa, que una invisible gotícula del cuerpo humano iba a cambiar de la noche a la mañana el curso del planeta. Nadie imaginó tampoco –imbuidos como estamos de las nuevas tecnologías– que éramos tan frágiles e invulnerables.

Sin embargo, esa partícula invisible de nuestro cuerpo nos ha volcado hacia un abismo insondable de temores y acechanzas. El nuevo coronavirus llegó dizque para quedarse. No lo creo, pero solo los científicos dirán la última palabra. Por suerte el mundo ya se globalizó y los secretos son a voces, así que pronto sabremos a qué atenernos. La vacuna más temprano que tarde aparecerá. Por lo pronto yo me quito el nasobuco solo para comer y dormir, hago mis deberes domésticos y cumplo al pie de la letra con las medidas que dictan nuestros médicos y quienes trazan los protocolos de protección del país, es decir, las autoridades del gobierno.

Todas las mañanas sigo el parte que nos da el director de Epidemiología, el doctor Francisco Durán, y con satisfacción veo que las altas médicas muchas veces superan a los contagiados y que son cada día menos los fallecidos. De todos modos, no es todavía el momento de cantar victoria, sino de cumplir con disciplina las orientaciones de los expertos.

Seguidamente inicio mi rutina diaria. Oigo música que avive mis sentidos y me dé fuerzas para seguir confinado en mi casa. La más estimulante de las artes se convierte en un bálsamo. He comprobado, además, que, como descubrió Albert Einstein, el tiempo es relativo y hay veces en que lo empleo con sustanciales ganancias, y otras en que solo me entrego a la laxitud del día, dejándome llevar por mis estados de ánimo. Floto en una especie de ensimismamiento, pero enseguida vuelvo a la carga.

Como he sido siempre hiperactivo, las invento para que el tiempo no corra detrás de mí sino todo lo contrario.

Tengo, por suerte, todo el tiempo debido a la inesperada aparición del nuevo coronavirus. Y debo sacarle partido a ese privilegio. Como no padezco de insomnio ni de crisis depresivas, me olvido del reloj e inicio un programa casero de actividades productivas. A diario cargo mis pilas con ejercicios calisténicos inusuales y me pongo a escribir para no perder la costumbre. Revisito obras literarias que atesoro hace más de 60 años en mi caótica biblioteca, pocas veces consultada. Ahora sí puedo medir el valor del llamado tiempo libre, yo diría libérrimo, y me percato entonces de las veces que lo he dilapidado en fútiles desvaríos o aventuras mundanas. No siempre dilapidar el tiempo es perderlo, a veces se gana, pero esta vez él está a mis pies, como un servidor, como una ofrenda. El tiempo es cómplice de casi todo, hasta del olvido, y a veces no valoramos lo que nos depara. Entonces caemos en el vacío o en la desmemoria, que es lo mismo que arar en el mar, o echarle agua a una canasta.

Confieso, sin embargo, que aun con la inmensa carga del tiempo, por momentos me cuesta trabajo concentrarme en la lectura, acostumbrado como estoy a leer a sobresaltos. El tiempo libre es un reto y una prueba de carácter. Revisitar autores que creíamos fantasmas es como revivir rostros olvidados que con una nueva fulguración adquieren rasgos insospechados. La segunda lectura, que es a lo que me refiero, siempre es más reveladora y profunda.

Aquella robusta mujer campesina autora de Tala, se nos torna más cercana y familiar. Aquel sureño tan admirado y hasta manoseado se nos muestra con un lenguaje resonante y único. Tanto Gabriela Mistral como William Faulkner reviven en nosotros con fuertes latidos que avivan el corazón. Han resucitado con bríos en nuestro disco duro, como se dice ahora.

Disipamos el tedio con largas conversaciones telefónicas que amenazan con incendiar los cables de la red. Nos regocijamos con seriales televisivos que una vez desdeñamos. Y entonamos a media voz las canciones preferidas sin molestar al vecino. Nada, que al socaire de estos tiempos le hemos dado un vuelco a la vida descubriendo incentivos que antes nos parecían sin sentidos.

Y es que la cultura, en su inmensa diversidad, nos sirve de antídoto porque ella salva. Y ese apotegma es más valedero hoy que nunca. El humanismo que ella lleva implícito se impone ante la adversidad.

Estoy convencido de que nos espera un mundo diferente, pero mejor, aunque con nasobuco.

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