Confidente todas las mañanas, cuando lo abro para que entre aire y preparar la mesita donde todos los días desayunamos.
El balcón es un privilegio divino. Una especie de puesto de mando. Un observatorio. Un lugar para meditar. Para elaborar comentarios en mi cabeza y luego llevarlos hasta la cercana computadora.
Desde el balcón cuento los pájaros que habitan o visitan el árbol de frente a la casa. En el balcón colocamos un bebedero para que los zunzunes tomen agua con sus picos afilados y su intranquilidad acostumbrada. Un espectáculo único que se repite cada día.
Observo un nido de palomas con algún que otro pichón que toma fuerzas bajo el plumaje de su madre, para luego emprender vuelo, que quiere decir, lanzarse a la vida.
Hay sinsontes que cantan cada mañana. Hay gorriones, totíes y otras especies que temo equivocarme al enumerarlas.
En el balcón leo el periódico y consulto libros. En fin, el balcón es una parte muy importante de mi vida.
Por estos días de angustia ciudadana por la covid-19, todas las mañanas veo desde mi balcón, la llegada al edificio de jóvenes –muy jóvenes–, con batas blancas, que amablemente saludan y preguntan por la salud: algún síntoma respiratorio, fiebre, tos, u otro malestar. Observan mis canas y pienso que con más razón, me dicen que cualquier «cosa» acuda al médico, que «no lo deje para luego», que «me mantenga en casa», y se despiden con una tierna sonrisa. Cumplen con la pesquisa epidemiológica y lo hacen para bien del prójimo. Los saludo, no con una despedida, sino, con un hasta mañana. De ellos solo veo sus ojitos casi ocultos en los nasobucos, pero les digo que pronto nos veremos para abrazarnos, porque estaremos vivos y ellos han hecho una contribución muy grande a que así sea.
Por las noches el balcón vuelve a ser testigo del momento. Salimos a él cuando falta un minuto para las 9 de la noche. Hacemos silencio para escuchar cuando suene el cañonazo, y empezamos a aplaudir. Lo hacen también los vecinos del edificio de la esquina. Los que viven frente al cercano hospital de cardiología. Los que salen o entran al cuerpo de guardia del pediátrico Borrás-Marfán, mi más cercano vecino. Lo hacen algunos autos que a esa hora transitan por la calle 17 y tocan claxon y encienden y apagan sus luces. Lo hacemos todos, y mi balcón me acompaña también en recordar y felicitar a los «tantos», los cientos de miles, los millones que cada día, mañana o noche, hacen lo posible –aquí y en otros más de 160 lugares de este mundo– para salvar vidas, curar enfermedades. A los que brindan servicios imprescindibles, en fábricas y surcos, choferes de ambulancias o de ómnibus públicos, trabajadores de comunales, policías y miembros de las far, muy acostumbrados a librar y ganar batallas y que ahora suman otra sobre sus hombros.
Anoche, por cierto, aplaudí también, con toda la fuerza que pude, a los que en el Partido, el Gobierno y las más diversas instituciones, conducen con seguridad y confianza, esta batalla, de la cual mi balcón es y será testigo.
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Juan Carlos dijo:
1
11 de abril de 2020
10:06:21
Beatriz dijo:
2
11 de abril de 2020
11:54:44
Amistad dijo:
3
16 de abril de 2020
13:36:34
Alfonso dijo:
4
16 de abril de 2020
15:03:34
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