Entre todas las rememoraciones de mis primeros años, ocupa un lugar privilegiado la de los trabajadores de la fábrica de tabacos de Guanajay. Mucho antes del alba esperaban la guagua que los llevaría al pueblo de Marianao, adonde por intereses de los propietarios había sido trasladada la fábrica. Hombres y mujeres iban en pos del sustento a las galeras de las factorías o a los barriles del despalillo, para regresar, con las primeras horas de la noche, a sus hogares.
¡Qué esfuerzo y qué voluntad! ¡Qué necesidad de trabajo!
En mis tíos tabaqueros vi ese modo de ser austero y aquella rara intuición para las cuestiones culturales y políticas, exaltados por el conocimiento de los clásicos de las letras, por la meditación callada en el ideario de José Martí y por el incesante razonar en las cosas de la Patria, promovidos desde su estrado por el lector de tabaquería, cuyas disertaciones eran aplaudidas haciendo sonar las chavetas sobre las mesas de labor. No había ninguna justa causa ni cuestión humana que no fuese conocida y apoyada por ellos, de tal manera que integraban una fuerza capaz de expresar su solidaridad en cualquier circunstancia.
A veces ante una narración exhaustiva he escuchado exclamar a alguno: «No me venga usted a hacer la historia del tabaco». Imagino que esto se deba al hecho real de que es tema minucioso y de detalle.
Comienza allá en la vega, en la tierra escogida, tomando en cuenta los distintos componentes para que nazca y crezca sana y fuerte la hoja aromática. El Nicotiana tabacum fue conocido por los conquistadores españoles en Cuba, quienes se percataron de que el humo azulado y embriagador era parte de los placenteros rituales de los indígenas y ofrendado a los espíritus y divinidades. Canta aún el guajiro, acompañado de clave y guitarra, la décima evocadora:
Con un cocuyo en la mano
Y un gran tabaco en la boca,
Un indio desde una roca,
Miraba el cielo cubano.
En sus innumerables mutaciones y formas, lo tomaron para aspirarlo como polvo delicado los antiguos; torcido o mascado, los abuelos, y en forma de cigarro, conservado en las primorosas cajas de cedro, entre habilitaciones y anillas, hasta hoy. Estas historias las escuché de labios de Daniel o de María cuando abría el pequeño catauro de yagua en cuyo interior venía el mazo de los tabacos más perfumados.
Está ante mí Liborio, revivido en cada cubano viejo o campesino de pura cepa, del centro o del occidente de Cuba, con su sombrero de yarey, pañuelo al cuello y guayabera cruda, y es su voz escapada a las leyes del tiempo la que me explica ahora el misterio de las casas de curar donde duermen los cujes hasta que, empacados en tercios, van todavía hoy a la elaboración, y cómo allí, seleccionadas rigurosamente las hojas, despiertan al contacto del rocío entre vapores y perfumes revividos; cómo, al movimiento magistral, se extraen los palillos sin dañar las capas para que de la selección y escogida surjan las celebradas mezclas que hacen nacer el mejor tabaco del mundo.
Hijo del mimo y de la mano amorosa, es obra del trabajo libre y sigue siendo el mejor presentado y el más acabado fruto de la tierra de Cuba.
Meciéndose en su sillón, Joseíto, viejo tabaquero, me hacía estos relatos en su portal de Marianao con verbo conceptuoso y preciso, y en algunos instantes la imaginación sobrevolaba las casas de madera de Tampa y de Ibor City, donde a finales del pasado siglo el Apóstol de la independencia de Cuba halló amparo y apoyo para sus ideales.
Nunca, sin embargo, me tentó la idea de fumar, y si alguien fuma cerca de mí, discretamente me aparto. Pero quiero y respeto al tabaco más, mucho más que al cigarrillo, y siempre me he sentido complacido al recorrer al filo de la mañana las vegas pinareñas. Andando los años me encontré en circunstancias similares en las Islas Canarias, y vi en los ojos pardos y en la tez morena de los canarios el último vínculo que los une con nuestros campesinos; los «magos» de aquellas islas, que así se les dice a los agricultores, fueron abuelos y antepasados de los nuestros. Las siembras de San Juan y San Luis, de Viñales o del Hoyo de Monterrey, llevan el sudor y las lágrimas de un esfuerzo que consagró el amor al surco y a la espiga.
Queden estas líneas como testimonio de gratitud a aquellos de los míos que tales cosas me dijeron y enseñaron; sus palabras viven en lo profundo de mi ser como el aroma que, impregnado en sus ropas, anunciaba anticipadamente que estaban en casa, o como la inigualable sensación de estrechar y acariciar sus manos finas.
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angel haza medina dijo:
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17 de febrero de 2020
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Jacinto Taboada Lorenzo dijo:
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Amado Avila dijo:
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18 de febrero de 2020
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Denia Martinez dijo:
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18 de febrero de 2020
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ubaldo dijo:
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19 de febrero de 2020
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GUSTAVO JAVIER BLANCO DÍAZ dijo:
6
19 de febrero de 2020
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onivia dijo:
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José A. Casals dijo:
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Eric dijo:
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23 de febrero de 2020
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DrexGames dijo:
12
25 de febrero de 2020
20:38:25
Sandro dijo:
13
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Niurys dijo:
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5 de marzo de 2020
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Jacinto Taboada Lorenzo dijo:
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1 de agosto de 2020
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