Hace solo unos días que llegó al centro para trabajar como auxiliar de limpieza. El incremento salarial ha hecho que muchas plazas vacías se cubran con personas, que antes prefirieron ganarse la vida en otras labores, mientras tantos espacios necesitaban con apremio de sus servicios.
Al pasar destila alegría. Acompañada de su carrito, provoca la conversación al que le pasa por el lado, no solo para preguntar si en ese momento es conveniente que limpie el departamento, sino que cualquier tema común –el calor, por ejemplo– le brota espontáneamente, buscando el intercambio natural con sus compañeros.
Más allá de su carácter, con obvios rasgos de extroversión y soltura, en ella persiste la confianza. No la que viola el trato y es preciso limitar cuando alguien se propasa; sino la otra, la que apuesta. La confianza que exige, porque así lo siente, el merecido respeto a su persona, la que espera de los otros la aceptación, esa que dignifica cuando sucede y daña con creces cuando no se logra.
Por estos días en que empieza, podrá ser llamada, a fuerza de no conocerla, «la seño de la limpieza», o tal vez «la nueva»; pero dentro de poco, su nombre se sumará al de los otros trabajadores y será invocada por esa palabra que encariña y acerca si con ella se nos habla.
Por común que parezca lo hasta aquí expresado, no es tendencia en todo el mundo. No lo es en ciertas sociedades, donde las personas valen por lo que poseen y tienen nombre si tienen dinero. Alguien que vive en una de ellas, una sicóloga famosa, hablaba –hace unos días– de una confortable corporación en la que trabajaba, junto al equipo de cuellos blancos, «el hombre de las cortinas».
No era nuevo en su trabajo como la «auxiliar» del cuento. Contratado para labores de mantenimiento, al hombre jamás le habían dicho allí su nombre –ni era necesario hablarle, ni tomarlo en cuenta–. Con situar bien los telones, bastaba para ellos su existencia.
Una atroz condena a no existir tiene nefastas consecuencias. Y por de-sentendidos que se sientan los ajenos, que todos cuenten es adeudo colectivo. De ciertas angustias podemos ser responsables, sin siquiera advertirlo. Sin embargo, no son estos los comportamientos que abundan en nuestro entorno.
La nobleza individual, los rasgos idiosincráticos y una sociedad imperfecta, pero en busca permanente del mejoramiento espiritual de sus hijos, hacen posibles tales resultados en los vínculos humanos.
No son aplaudidos aquí –aunque los haya– quienes por tener estudios mayores demeritan a una persona que, vaya a saber por qué, alcanzó apenas otra grada. No cuaja esa conducta en los preceptos culturales que defiende el proyecto social en que vivimos.
En tal disquisición puede que no haya reparado quien motivó estas líneas; sin embargo, actúa como quien sabiéndolo al dedillo no teme, –porque no hay nada que temer– tocar la puerta ajena. Y basta ya de pronombres y sujetos omitidos. Para cuando se publiquen ya sabré como se llama.
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Jacqueline lazo dijo:
1
5 de octubre de 2019
09:04:58
José Barba dijo:
2
5 de octubre de 2019
11:34:43
Maria dijo:
3
14 de octubre de 2019
00:24:43
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