ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

«La esperanza es lo último que se pierde», aprendí desde chico ese refrán que a todos parecía venirles bien, menos a Sebastián, el «De-samparado», un muchacho de mi barrio que perdió a Esperanza Revuelta, su novia que lo abandonó, sin que aquello fuera lo último en su lista de pérdidas ni mucho menos. Luego vio cómo otras cosas también se perdían: su mejor puerca que la mató un rayo; la final del campeonato de pelota  arrebatado por un equipo rival llegado de Pueblo Encendido, y el techo de la vivienda, arrancado por un ciclón, que por esas coincidencias terribles de la vida recibió el nombre de huracán Esperanza.

Pero al margen de los infortunios de ese personaje, he conocido a más gente esperanzada que lo contrario. Paradigmas célebres del optimismo y enemigos jurados de la derrota. Algunos de ellos resultaban muy notables en mi infancia campesina: Modesto, a quien conocíamos como «Final del Noveno», porque jamás abandonaba el juego de béisbol hasta que caía el último out, siempre esperando la probable reacción de sus muchachos, y Reutilio del Surco Gris, sembrador de cualquier semilla en su árido patio, quien a pesar de sus magras cosechas volvía a insistir contra viento y marea.

De manera general, los cubanos somos un pueblo que nunca pierde las esperanzas. Eso de colgar el sable no está pensado para nosotros, permanentemente insistimos por aquí o por allá, se nos cierra una puerta y abrimos otra.

Esas cosas las aprendimos de personas muy valiosas, gente que nunca se quedó sin ilusiones y no se murieron de desengaños. Cuando fracasó la expedición de «La Fernandina», que José Martí había organizado con esmero y que no llegó a feliz término por la complicidad norteamericana con el coloniaje español, el Apóstol de nuestra independencia escribió: «Conozco con qué bravura y resurrección responde al quebranto pasajero, el invencible corazón cubano».

Seis décadas pasaron de aquello y en 1956, bajo el sofocante calor de la paja de caña, cerca de Alegría de Pío, dispuesto a no ser capturado con vida, Fidel Castro no perdió ni un segundo la fe en la victoria. Tras el desastre de aquel primer combate, 13 días después, ya en las montañas de la Sierra Maestra, al reunir siete fusiles y un puñado de combatientes, exclamó: «¡Ahora sí ganamos la guerra!», y la ganó.

Es que aquí la esperanza sigue y seguirá siendo tan verde como las palmas. Y en cuanto al Chivo que se la quiera comer, lo haremos chilindrón.

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