Es un hombre de pequeña estatura, enjuto, que sabe estar sin aparecer, y ofrece sin pedir. Uno de los imprescindibles anónimos de la Revolución. Lo conocí en los trajines conmemorativos del centenario de la caída de José Martí en combate.
El Centro de Estudios Martianos contaba con su apoyo; su jefe, el Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque, era el vicepresidente primero de la Comisión Nacional creada a tales efectos. No se dice lo suficiente: los jefes buenos –como hizo Fidel para asaltar el Moncada, regresar en el Granma y pelear en la Sierra–, se rodean de hombres y mujeres buenos. Alfredo Burgos, tal es su nombre, cumplió 80 años en septiembre, en los mismos días en que todos conmemoramos el décimo aniversario de la partida de su jefe, el guerrillero convertido en estadista.
Burgos integra el insustituible batallón de seres sin otra aspiración personal –ampliamente satisfecha en su caso– que ser útil, siempre dispuesto a transmitir a los otros lo que con esfuerzo aprendió de la vida.
Ocupaba una pequeña oficina, pero su quehacer desmentía todos los estereotipos del burócrata: eficiente, audaz, fiel a su jefe, es decir, a la Revolución, y como aquel, fiel a sus subordinados.
Trabajó junto al Comandante Almeida durante 30 años y llegó a conocerlo muy bien; por eso podía encauzar los asuntos de su oficina sin equivocar el rumbo.
Sabía que la fuerza de sus indicaciones o sugerencias a las instituciones del país radicaba en la persona a la que representaba, y jamás usó esa capacidad en asuntos que no fuesen de su competencia o que no estuviesen avalados por el criterio de su jefe.
Pero conversaba e intercambiaba juicios personales con los jóvenes, con respeto y honestidad. Era, como Almeida, un fiero defensor de lo justo. Y disfrutaba, disfruta, ayudando a los demás.
Cuanto joven se acercó a su oficina –podía ser chofer, recluta, dirigente juvenil o directivo de alguna institución–, encontró a un aliado, a un amigo, y en muchos casos, a un padre. Los jóvenes, quienes entonces lo conocieron, todavía visitan su hogar; son de diferentes generaciones, llegan ahora con sus hijos y sus nietos.
Algunos hablan de funcionarios ineptos; yo pienso en Burgos, y sonrío. No es un caso aislado. La Revolución no hubiera podido sostenerse sin esos héroes anónimos. Si Almeida conservó hasta el final de su vida la sencillez, el pudor, la sensibilidad de los hombres de pueblo, los que lo rodeaban, al menos los que conocí, no podían comportarse de otra manera.
En su porte, en su conducta, en sus consejos, Burgos es un hombre de pueblo. Así educó a sus hijos, en el hogar que comparte con Marta, su esposa. Siempre lejos de las cámaras, de los primeros planos, pero listo el pecho para defender los criterios que asumía como propios o para respaldar con datos las indicaciones de su jefe. Listo también, en ocasiones, para apoyar a quienes resguardaban su seguridad personal.
Lo vi mustio cuando perdimos al Comandante Almeida. Durante dos años más le sirvió reordenando su papelería, ubicándola allí donde podía ser más útil, entregándole lo justo a su familia, que era, es, también la suya. Ahora integra el equipo del Comandante Ramiro Valdés, su primer jefe en el Ministerio de la Construcción, cuando apenas era un jovencito recién graduado por la Revolución como Contador Público.
Burgos acaba de cumplir 80 años. Ni siquiera un espectacular accidente de tránsito que lo mantuvo durante meses en cama y que lo llevó repetidamente al quirófano, lo aparta del trabajo.
Tampoco le ha robado ese ardor juvenil, que brilla inextinguible en sus ojos. Sé que estará en su puesto hasta el final de su vida, como su jefe, y que los homenajes son malos augurios. No valen para él. Los nietos que ahora abraza desbordado, y los futuros hijos de sus nietos, tendrán un referente cercano para entender la grandeza de la Revolución, de sus principales dirigentes, y del pueblo al que pertenecen.


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20 de septiembre de 2019
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24 de septiembre de 2019
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