En mi pueblo había numerosos oficios, gente que se ganaba la vida especializándose en esto o en aquello. Amoladores de tijeras, con un silbato peculiar y una melodía inconfundible, arrastrando su cachivache que semejaba una rueca y con el cual movían la piedra abrasiva; desmochadores de palmas, que se trepaban en esas alturas peligrosas o que movían pesadas varas con cuchillas en sus extremos; poncheros; carretoneros; zapateros remendones, sobadores de empachos y hasta curanderas.
Fueron los gérmenes del trabajo por cuenta propia actualmente tan en boga, y se ganaban el pan honradamente y resolvían cuantiosos problemas de la comunidad (aunque el caso de la curandera tenía sus singularidades); sin embargo, siempre tuvimos por allá otros que se especializaron en un «oficio» nada útil y muy despreciable, los desmontasueños.
Cuando alguien se aferraba a esa especialidad se volvía notable por sus estragos anímicos. Ese era el caso de Benito Mal Agüero, un paradigma humano de la negatividad, para quien nada estaba bueno o nada estaba bien; no tenía colores preferidos, porque habría supuesto coincidir en gusto con alguien del barrio; no veía los juegos de béisbol del equipo local, porque si ganaban sería una chamba y si perdían era, según él, un castigo justo y merecido.
No escuchaba música porque ni siquiera el afinado Pavarotti merecía sus elogios. No compartía con los vecinos a los que había catalogado como «una
banda de chismosos y adúlteros», si faltaba la sal, despotricaba contra la cadena puerto-transporte- economía interna y, si daban el doble de ese producto, lo consideraba una agresión a la estabilidad colectiva de la presión arterial.
Si llovía, diluvio, y si no llovía, desierto; la cosa era ir de un extremo a otro y nunca mostrar la más mínima satisfacción o el más ligero agradecimiento. Por suerte eso de ser más negativo que el borne de una batería eléctrica no es cosa contagiosa, porque de lo contrario la epidemia habría sido incontrolable si tenemos en cuenta que el «agente portador» lo mismo desparramaba sus frustraciones en las mesas de dominó que en la cola de la carnicería.
Al final se fue quedando más solo que un náufrago, los vecinos terminaron por ignorarlo y cuentan que su último conflicto fue con el espejo, inconforme con la imagen que, de él, este le devolvía.
¿Cuántos «Benitos» habrá? No lo podría asegurar con estadísticas comprobadas, pero en cuanto el país en que vivimos se imbrica en algún proceso o se esfuerza en alguna inversión, y anuncia una medida que busca mejorar las condiciones del pueblo a pesar del cerco, no demoran estos oficiosos de la duda en asomar su oreja peluda y, en lugar del optimismo que levanta, pretenden sembrar el desaliento y el desánimo.
Solo se gana entre todos la pelea contra esos demonios, pues como decía un viejo amigo de mi casa: «Por cada aura tiñosa esperando el perro muerto, hay cien pitirres dispuestos para darles picotazos».


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