Cerca de la fecha en que tuvo lugar en el Malecón habanero, frente a la «desembocadura» de La Rampa, la tragedia que afectó a más de 20 personas –varias murieron, y otras (¿cuántas?) tendrán probablemente secuelas para el resto de sus vidas–, se supo de más accidentes viales ocurridos en distintos sitios del país. Y no han cesado las noticias sobre siniestros de esa índole, tema del presente artículo, pero no los únicos que reclaman atención.
Cabe preguntarse si el amplio conocimiento de tales hechos se debe al indetenible torrente de las redes sociales, que no cede ni se guía por el pudor que hasta ahora puede haber mantenido la prensa decente al tratar desgracias. Pero probablemente la proliferación noticiosa responda al aumento de los sucesos deplorables.
Tampoco el pudor es algo a lo que se deba renunciar, y menos cuando hay personas inescrupulosas que, en lugar de socorrer a las víctimas, se regodean captando y difundiendo imágenes terribles. Ese es otro mal que se ha de enfrentar con ética, educación y leyes, mancas si faltan o no se cumplen las medidas punitivas necesarias.
Si de preservar vidas humanas se trata, quizá sea pertinente revisar leyes, como las relativas a sanciones contra responsables de accidentes múltiples –con varias víctimas mortales incluso– y compararlas con las establecidas para delitos que no implican muerte de personas. En caso de contradicción entre ética y ley, será necesario ponderar qué papel corresponde a una y a otra.
Lo dicho, en líneas anteriores, sobre el aconsejable pudor no sugiere que se le impida a la población estar bien informada. Debe estarlo, entre otras cosas, para que desarrolle frente a todo tipo de mal –epidemias incluidas, y los accidentes van siéndolo ya– algo que ayuda a salvar vidas: la percepción del peligro. Nada de eso tiene por qué llevar a las prácticas de la llamada crónica roja.
Teorías o normas en materia de información tendrán pleno valor si coadyuvan al fomento y al ejercicio de una cultura comunicativa eficaz. Tal ha de ser la brújula, aunque en cualquier rincón se aprecien interpretaciones que, de tan peregrinas, parezcan abogar por mantos de silencio tan nocivos acaso como los accidentes.
Al autor de estas líneas, para decirlo con un verbo suave, le disgustan ciertas prácticas que confunden el periodismo personal con el mero predominio de la primera persona gramatical en los textos, y se hunden en lo que pudiera llamarse «baba egolátrica». Pero ante la proliferación de accidentes se permite una confesión.
Ha llegado a sentir más temor al transitar en vehículos públicos en La Habana –donde el parque automovilístico no es tan numeroso– que en el caos de Calcuta, en el pandemónium de Ciudad México o en carreteras de las elevaciones andinas. Hasta se ha sentido más seguro al conducir en alguna ciudad no cubana de tránsito abigarrado, pero donde se aprecian conciencia solidaria entre choferes y educación vial, no la competencia para ver quién es más temerario y cañonero.
Recientemente, al cruzar el túnel de la bahía de La Habana a bordo de un ómnibus local, pensó que le había ganado un día más a la muerte. El ómnibus, de aspecto precario y que se hacía sentir como un sonajero rodante, prestaba servicios en la línea urbana del P-8, pero no parecía parte formal de ella, y venció el riesgoso tramo a una velocidad que provocó suspiros de terror entre los pasajeros.
En vehículos colectivos, ómnibus incluso, hay choferes que atienden el cigarro con que violan las normas, o el teléfono, o –si no todo a la vez– la música o antimúsica que ellos imponen a tope y compite con la también impuesta por varios pasajeros. Algunos conductores, además de escuchar música, miran las imágenes reproducidas en una pantalla instalada en la pizarra del vehículo.
«Yo tengo la primacía porque transporto a la mayoría», lema impreso en «camellos» hace unos años, y que podía rendir culto a la ley del más fuerte, debe dar paso a una convicción guiadora: «Yo tengo mayor responsabilidad, porque transporto mayor cantidad». No es cuestión de cifras, pero ellas son importantes.
En Cuba, no solo en La Habana, hay realidades que refuerzan los peligros. Algunas son déficits que no pueden resolverse en poco tiempo ni con facilidad, cuando arrecia el bloqueo contra el país por parte del imperio, aunque también causa estragos la falta de cuidado y rigor.
Entre esas realidades cuentan el mal estado de calles, caminos vecinales, carreteras y autopistas, así como la carencia de piezas de repuesto para el buen funcionamiento de los vehículos y la imposibilidad de sustituir los que merecen pasar a chatarra reciclable. No son jarros descascarados que sin mayores peligros se usan en hogares, sino artefactos que resuelven problemas pero pueden generar otros más graves, como muertes y lesiones en seres humanos, además de daños a una economía en apuros.
Encima de todo eso se montan la incivilidad y la indisciplina, a las cuales se les debe poner fin –también entre peatones, cuya vulnerabilidad no autoriza a desconocer y violar normas– sin esperar a que existan todas las condiciones materiales necesarias para tener un país boyante. De no tomarse y aplicarse pronto las medidas que apremian, entre las causas de la merma demográfica de la nación –que tanto ha logrado en materia de salud– pueden sobresalir cada vez más las bajas por accidentes de tránsito, ya elevadas: un promedio diario de 29 de ellos con saldo de dos personas muertas y 21 lesionadas, según despacho de Radio Habana Cuba que, con fecha del pasado 1ro. de junio, apunta que en el año en curso se aprecia un aumento en las cifras con respecto a igual etapa de 2018.
Cuando con autos, no solo los renqueantes, y por vías en mal estado, un chofer se extrema irresponsablemente para dar más viajes y aumentar sus ingresos, crece también la probabilidad de tragedia. ¿Qué decir si ha ingerido bebidas alcohólicas o al vehículo no se le han hecho las inspecciones técnicas de rigor? ¿Y si la licencia para circular se le ha extendido mediante soborno?
A iguales resultados se llega si, por similar procedimiento, se le permite que continúe la marcha luego de habérsele detenido y comprobarse que no reúne las condiciones para circular. Así se abonan la corrupción y las indisciplinas, con resultados previsibles, si no comprobados.
¿Cómo tener una circulación vial ordenada y respetuosa de la ley en un entorno donde esas aspiraciones, tan importantes, se incumplen en distintos renglones, y a veces parece que ni se tienen en cuenta? Otra vez José Martí da la clave: «Un pueblo es en una cosa como es en todo». Y aunque el todo no se pueda transformar a voluntad ni con la celeridad deseada, urge enfrentar sin tregua cuanto requiera enfrentamiento.
Un refrán aconseja «tomar el toro por los cuernos», para que su embestida sea menos libre y letal. Hablar de accidentes y esencias en lo tocante a desgracias ocurridas en la vía pública no es cuestión de metáfora. A menudo lo que parece o pudiera ser fortuito se vincula por distintos caminos con causas mayores que lo propician, lo generan o lo determinan.
Que los accidentes no son siempre tan accidentales y pueden evitarse no es mera consigna. Pero el empeño por ponerles fin estará lejos de consumarse si no se frenan también las malas esencias en que ellos se dan y prosperan. La deseada plena institucionalización del país, con funcionamiento bien organizado, tiene un decisivo y urgente papel que cumplir.
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22 de junio de 2019
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