Atrapado

Inhala. Resta años a su vida. Exhala. Tiene una leve tos. Pone el cigarro en una esquina del mueble del baño. Se lava la cara. Se mira al espejo. Toca sus ojeras verdosas. Con la toalla seca su rostro. Acaricia las arrugas que como pliegues gordos le adornan los ojos.

Vuelve a rodearse de humo. Solo cuando termina de quemar el cilindro blanco comienza a desayunar. En la mesa, un radio.

Parte el pan y lo moja en leche. Mientras tanto, escucha una información sobre la Organización Mundial de la Salud. Una voz dulce hace que se sienta menos atroz la cantidad de personas que mueren al día a causa del cáncer de pulmón.

Vuelve a toser: una tos seca, molesta. Le sale de las entrañas y lo sacude. Tiene miedo; pero se le disipa pronto porque él posee la salud de un roble, como su padre, que murió a los 90 años y fumó tabaco desde los 13.

A los 12 él degustó la primera bocanada. Desde entonces ha liberado más humo que todos los centrales del país.

La nieta pequeña lo saca de sus pensamientos. Le da un beso de buenos días. Siempre ha soñado con estar en su graduación. A veces tiene un mal presagio.

Va al cuarto y se viste. Revisa la billetera. Busca en la mesita de noche el poco dinero que le queda. Saca cuentas y separa en un rollito lo que va a gastarse en los cigarros del mes. Con todo lo que ha desperdiciado en el vicio hubiera podido comprarse, al menos, un polaquito. Sonríe al sorprenderse especulando tanta bobería, porque en la vida hay que darse algún placer, aunque ese placer te mate, porque como diría el viejo: «de algo hay que morir».

Está listo para el trabajo. Busca el portafolio. Coloca dos cajetillas en su bolsillo. Al final es el único gusto que se da. Además, él cree que puede dejarlo cuando quiera.

Eso piensa y se engaña. Desde los 12 años tiene un verdugo, pequeño, de apenas unos centímetros, que le gasta el sueldo y le consume la salud.

Inhala. Resta años de vida. Exhala. Tose levemente. El humo lo envuelve y lo atrapa hasta un día verlo morir.