Vivíamos ahora en condiciones nuevas; aquella inesperada casa llevaba como compromiso de mi madre el encargarse de la limpieza y cuidados mínimos de un edificio de apartamentos, donde la luz, el agua, la recogida y colocación, a la hora prevista, de los paqueticos de basura, la apertura y el cierre de la puerta que daba a la calle, eran sus obligaciones fundamentales.
A pesar de haberse construido en el corazón de un barrio popular, tras el cartel colocado sobre el dintel de la puerta de cristales: «Se alquilan apartamentos», se escondían todos los prejuicios y temores de la clase media emergente. Sencilla y llanamente no podían habitar allí personas «de color».
La decencia y empaque de las familias debían estar sólidamente establecidos o respaldados por su capacidad de pagar los alquileres, condición sin la cual no se podía ocupar un piso, según lo establecido terminantemente, entre otras cláusulas, en el contrato privado.
Recordando el contraste entre nuestra casita de vecindad y aquella torre azul y gris de cristales y pasillos blancos, nos sentíamos como en paraíso prestado. Luego lentamente nuestro entusiasmo palideció, al darnos cuenta de que el encargado no era más que el sirviente de todos.
Sin embargo, años después, al penetrar en este u otros edificios descuidados, donde cada cual trata de imponer su propia ley, he meditado en el sufrido y abnegado deber de mi madre y cómo llegamos finalmente a conquistar el respeto de los vecinos.
¡Qué necesario resulta conservar intactas aquellas lecciones, cuando la propiedad de todos, que fue uno de los presentes más significativos de la Revolución, se ve descuidada o desatendida!
¿Acaso el buen comportamiento, la disciplina social, cuando han desaparecido la opresión y la discriminación, han de ser también algo del pasado?
Por uno de los cajones de aire que daban al interior del sencillo apartamento, escuché una mañana el canto de una paloma y luego el aletear de muchas. Aunque la escalerilla de mano que daba acceso a la azotea era un paso vedado, tardé muy poco tiempo en violar la prohibición y asomarme al espacio de luz, donde para sorpresa mía había un gran palomar solícitamente atendido por una señora robusta y simpática a quien todos llamaban la Gallega. Su nombre era Estela.
Como eran aquellos los días en que aparecían sobre los techos las primeras antenas de televisión, todas sus preocupaciones se centraban en convencer a los vecinos de que pusiesen lejos aquellas estructuras de aluminio que se convertían en trampas mortales para las palomas; me acerqué una y varias veces para observar los nidos. Allí habitaban las más preciosas criaturas que hubiese visto hasta ese momento, de color gris con bandas negras en las puntas de las alas –que luego supe se llamaban azul de barras–; las carmelitas que se decían bayas y unas muy raras, blancas pintadas, nombradas lechuzos. Los machos, de todos los colores, tenían el cuello y el buche muy destacado por el plumaje tornasolado, los picos pequeños como acerados y una prominente nariz como de terciopelo blanco.
En breve fui admitido en el hogar de los colombófilos: Enrique, que era el esposo de Estela, y la anciana doña Luz, cuyas fascinantes historias me cautivaron.
En el hogar todo giraba en torno al palomar; lo más importante eran las competiciones y los vuelos de pichones que, haciendo piruetas en el aire, probaban por vez primera la energía y vigor de sus alas.
Cuando nacían los críos, el riguroso proceso de selección antes del anillado descalificaba a los enclenques o mal formados, y gracias a ello pude, de cuando en cuando, probar el caldo y las sopas de pichón. Más enamorada de los animales, mi madre crió muchas veces aquellos pequeños príncipes proscriptos que, apartados de sus nobles hermanos y hermanas, eran como ilustres desconocidos en el diminuto patio del apartamento por no tener anillo y por haber sido indispensable cortarles el ala. Pasado el tiempo tuve un pequeño palomar de vida efímera, pues mis ahorros no alcanzaron nunca para mantener las compras de chícharos, maíz, trigo y otros exquisitos granos que exigían mis aristocráticas amigas, que no se resignaban de buen grado al pan viejo.
Un día abrí las puertas y se fueron, pero dotadas de una privilegiada memoria y una fidelidad admirable, volvieron siempre aunque yo no les diese de comer.
Nada hay más bello que una paloma. Dícese que una de ellas sobrevoló con una rama de olivo sobre el arca de Noé, y todos vimos en la noche memorable del 8 de enero de 1959, cómo descansó sobre el hombro de Fidel una bellísima paloma blanca.
Son como el espíritu puro de las ideas y de las cosas. El símbolo de la paz.
Veíase todas las tardes en las escalinata de granito de la Universidad de La Habana, a una señora encorvada llevando alimentos a una multitud de palomas que, en vuelo perfecto, descendían formando una corona áurea sobre el frontispicio del Rectorado y la cabeza iluminada del Alma Máter. Andando el tiempo y desaparecida la anciana, se esfumó con ella aquel espectáculo noble, que prefiguraba a la juventud cubana forjada entre aquellos edificios clásicos poblados de laureles y columnas.
Para Estela y Enrique, que pusieron en mis manos la primera paloma, y la anciana doña Luz, que hablaba con el acento de los inmigrantes y me regaló memoria y fantasías, se cuenta esta historia.
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Francisco Rivero dijo:
1
3 de mayo de 2019
08:43:13
Daniel Noa dijo:
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3 de mayo de 2019
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ALOIDA dijo:
3
3 de mayo de 2019
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tribuno dijo:
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6 de mayo de 2019
09:10:37
José A. Casals dijo:
5
6 de mayo de 2019
09:18:02
carmen dijo:
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6 de mayo de 2019
09:20:19
Lucía dijo:
7
8 de mayo de 2019
18:40:56
JOSE CARLOS GARCIA dijo:
8
9 de mayo de 2019
15:43:47
Yudenis Ernesto dijo:
9
10 de mayo de 2019
16:21:43
manuel arevalo delgado dijo:
10
6 de junio de 2019
11:30:58
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