La pedagogía cubana tiene su más lejano mentor en Miguel Velázquez, que, en su aula de Santiago de Cuba, instruía a un puñado de infantes en los primeros años del siglo xv. Él fue uno de los primeros en levantar su voz en favor de los desposeídos. Corrían por sus venas la sangre indígena y la española.
Desde entonces y hasta hoy, maestro en nuestra tierra es sinónimo de la dedicación, consagración y amor de quien se entrega a la ímproba labor de educar a otros.
En aras de esta reflexión, vuela mi memoria a mis primeros maestros. Una generación de educadores, hombres y mujeres que habían egresado de la Escuela Normal para Maestros, donde había cristalizado una vocación íntimamente sentida.
El magisterio no ofrecía ni privilegios ni cargos políticos; en vano se introducía un elemento espurio o alcanzaba la titulación una persona que albergara innobles propósitos. El ejercicio ante los alumnos día a día era la prueba verdadera.
Los maestros eran en extremo modestos, mas se les respetaba a pesar de que en la pervertida maquinaria del Estado, las escuelas, generalmente arrinconadas y desatendidas, carecían de todo lo indispensable; pero por arte y obra del maestro, formaban patriotas y depositaban en el alma de los educandos el orgullo de nuestra cubanidad.
Recuerdo cómo los viernes de cada semana nos congregábamos ante el busto de Martí, dejando al pie de su lívida efigie modestísimas flores de papel. Escogidos de cada grado, los niños declamaban los poemas de José María Heredia o de Gertrudis Gómez de Avellaneda, mientras los más pequeños tenían predilección por Los zapaticos de rosa o La bailarina española, y podíamos entender el sutil y delicado mensaje del Apóstol en Los dos príncipes.
La escuela nos formó cubanos y martianos. No existía diploma más codiciado que aquel cuyo nombre era «El beso de la Patria».
Estas meditaciones nos permiten comprender por qué fue tan sensible la conciencia de los jóvenes que asumieron, en el año del centenario del natalicio de José Martí, la ardorosa prédica de Fidel, y, de qué cantera emergieron los héroes del Moncada.
No se trata de exacerbar recuerdos románticos. La dignidad y la alteza moral de nuestro magisterio estuvieron fundamentadas históricamente en la erudición y en los conocimientos científicos de los grandes precursores. Bastaría conocer la vida y la obra de los presbíteros José Agustín Caballero y Félix Varela, acercarnos a la ejemplaridad de José de la Luz y Caballero o a la ilustración ilimitada de José Antonio Saco.
Aquellos hombres integrales modelaron en las clases, en las sesiones de música y en sus comentarios verdaderas lecciones sobre la cultura universal, los espíritus más fuertes y las personalidades más aceradas de nuestra historia.
Escojamos dos ejemplos. Un maestro, Rafael María de Mendive, y un alumno, José Martí, quien en los años de exilio en Estados Unidos razonaba sobre las formas de educación en Norteamérica y precisaba con crudeza:
«¿Qué vale mejorar en la forma externa y en los recursos materiales de la instrucción pública, que es obra de ternura apasionada y
constante (...)?
«¿Qué vale acumular reglas, repartir textos, graduar cursos, levantar edificios, acaudalar estadísticas, si las que se ocupan en esta labor son mujeres vencidas en la batalla de la vida, que endurece y agria, o jóvenes descontentas o impacientes que ven como los pájaros afuera de la escuela, y tienen su empleo en esta como un castigo injusto de su pobreza, como una prisión aborrecible de su juventud, como una preparación temporal incómoda a los fines más gratos y reales de su vida?».
En nuestras escuelas públicas antes del triunfo de la Revolución realizamos los primeros estudios sobre las ciencias naturales. Recuerdo los desvencijados armarios del aula principal, donde estaban tristes y oscuros los pájaros embalsamados.
Las primeras artes manuales las ejercitábamos con papelitos en colores, o empleando las olorosas cajitas de tabaco. De alguna revista, que otros echaban al cesto, obteníamos invariablemente el material indispensable para forrar nuestros libros, que eran, aun comprados, viejos, y además carísimos.
La presencia de la directora inspiraba respeto. Puestos de pie, la recibíamos en silencio cuando trasponía el umbral del aula. En ella cobraban vida la rectitud y el ideario de María Luisa Dolz, Mariana Lola o de Ramón Rossain, que habían forjado generaciones en los años inciertos y desamparados de la República.
La escuela no ofrecía almuerzo, rara vez se hizo realidad aquella conquista peregrina del desayuno escolar y muchas veces escuchábamos decir que la señorita había pagado, de su escaso salario, un vaso de leche y un pan para un niño.
En la escuela pública aprendía el que iba a estudiar, era una ley dura y realista; solo iban hacia adelante los fuertes, los que eran capaces de sobrevivir a la adversidad.
La escuela privada carecía de un programa nacional, no era el servicio generoso y desinteresado su móvil esencial, pero no sería justo excluir a los educadores y fundadores de las primeras «escuelitas pagas», no menos abnegados y virtuosos. Tampoco podrían ser olvidados aquellos profesores de las grandes escuelas que soñaron con una renovación profunda de la sociedad y las costumbres.
Entre su discipulado se formaron esclarecidos revolucionarios, científicos y sabios.
Fue el caso de la Progresiva de Matanzas o del colegio de Belén de La Habana. De los claustros de la Compañía surgieron Carlos J. Finlay, Eduardo Chibás, Emilio Roig de Leuchsenring y Fidel Castro.
Maestros laicos o religiosos son recordados aún con admiración por los que alguna vez fueron sus pupilos.
Hoy, cuando por obra de la Revolución el maestro está en el corazón de la sociedad, es indispensable que seamos capaces de transmitir un veraz y ardoroso testimonio que afiance nuestra identidad nacional, que deje claro que no son los bienes materiales los que salvan y redimen, que es la enseñanza apasionada de nuestra historia la única capaz de formar ciudadanos virtuosos. Que es un crimen incalificable no apreciar, descuidar o dañar un libro, un pupitre, el decoro de nuestros propios uniformes, todo lo cual nos ha costado tanta sangre y tanto desvelo.
Solo puede ser maestro quien sea capaz de transmitir con su propia vida esas convicciones. No olvidemos nunca que nadie da lo que no tiene.
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Rolando Torres Pérez dijo:
1
19 de diciembre de 2018
10:55:27
Mbb dijo:
2
19 de diciembre de 2018
15:28:30
Alexis segundo Blanco Respondió:
20 de diciembre de 2018
08:25:28
Dr. Miguel Lugones Botell dijo:
3
19 de diciembre de 2018
19:39:18
Paloma dijo:
4
20 de diciembre de 2018
09:16:37
OrlandoB. dijo:
5
22 de diciembre de 2018
12:04:01
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