Hace unos días los niños de la casa llegaron tarde al primer turno de clases. Por alguna extraña razón la alarma no sonó a la hora fijada y a los padres se les pegaron las sábanas.
Todo se hizo luego a la velocidad del sonido, pero fue imposible evitar la impuntualidad de los muchachos. Se impacientaron, y terminaron reclamando a sabiendas de que ya no llegarían a tiempo.
Eso de quedarse dormidos pasa hasta en las mejores familias, muy a pesar de que llegar tarde al lugar indicado es algo muy molesto, un mal hábito sin corregir y que se extiende a reuniones y citas de trabajo.
Las demoras, en ocasiones de varias horas, parecen estar de moda. Todo empieza mucho más allá del tiempo señalado; es como un vicio arraigado. Hay quienes piensan que uno disfruta esperando, cuando en realidad es desesperante.
Cualquiera es víctima de un acontecimiento imprevisto o un día tiene motivos verdaderos para retrasarse camino al trabajo. Pero por simple descuido o pereza, nadie está justificado para llegar después de la hora prometida, y mucho menos permitir que le suceda a diario.
Recuerdo un pasaje de los años en la Universidad de La Habana, una anécdota que refleja en parte el despiste y la falta de madurez de ciertos jóvenes sobre la importancia de ser puntuales.
Algunos de los estudiantes de Periodismo debían trasladarse desde la beca, en F y 3ra, en el Vedado, hasta la Facultad de Artes y Letras, algo que usualmente hacían en la ruta 174.
Aquella mañana desperté tarde y me retrasé unos minutos al primer turno de clases, que correspondía a Taquigrafía, asignatura impartida por José Antonio de la Osa, reconocido periodista de este diario y un hombre con una gran pasión por esa disciplina gracias a la cual, por medio de abreviaturas, caracteres y signos, la escritura puede ser tan rápida como el habla.
–Es que la guagua no pasó a su tiempo, profe–, me defendí en un intento por eludir el sermón cuando él detuvo la clase y, delante de todos, preguntó sobre los motivos de mi tardanza.
Me dejó terminar con una sonrisa socarrona a flor de labios, como burlándose de mi maniobra, y preguntó: «¿Y a qué hora te levantas tú?». Como es fácil suponer, le mentí: «A las 5 y 30 de la mañana, profe».
–Pues a partir de mañana pones el despertador para las cuatro o cinco de la mañana y verás cómo llegas temprano y así no tienes que interrumpir la clase y ocasionar molestias a tus compañeros. La puntualidad es sobre todo respeto por los demás y dice mucho de uno mismo–, señaló para inmovilizarme.
Luego invocó quizá a algún sabio, y dijo mirando hacia el resto de los estudiantes: «Es mejor llegar media hora antes que un minuto tarde».
Avergonzado, y al notar el cuchicheo de mis condiscípulos, me dieron ganas de romperme los puños contra la puerta de acceso al aula.
Fue una de las enseñanzas que sus alumnos le agradecemos a José Antonio de la Osa, quien en las pausas de la clase siempre dejaba una idea para pensar en el abecé del periodismo y en la realidad del país. Aunque él mismo no parecía advertirlo, aquellas clases suyas, por las que no cobraba un solo centavo, devinieron poco a poco uno de los mejores momentos del día para nosotros.
Activo, cuidadoso en el vestir, exigente y dotado de un estricto sentido del deber, el avezado periodista, ya alejado de la docencia y del ejercicio del reporterismo, era al propio tiempo afectuoso en el trato con sus alumnos. Siempre encontraba el modo de halagar a los más sobresalientes de su clase, a veces de la manera menos esperada.
Creo que una vez más se me hizo tarde, pero no tuve el valor de tocar a la puerta y entorpecer la clase de un profesor que, por ética y profesionalidad, llegaba siempre 30 minutos antes de la hora fijada para iniciar la lección sobre los trucos de la taquigrafía.


COMENTAR
Pastor dijo:
1
16 de noviembre de 2018
13:53:40
Olga M.de la Osa Hernández dijo:
2
17 de noviembre de 2018
17:18:54
Juan Carlos Rivera Quintana dijo:
3
21 de noviembre de 2018
14:25:53
Lida Calero dijo:
4
13 de julio de 2020
19:48:06
Norma Barrios Respondió:
31 de diciembre de 2020
14:39:14
Responder comentario