Luchar contra un virus puede ser agotador y en mi caso produjo un mal humor tremendo. La cama me abrió los brazos por varios días. En la mesita de noche un pomo con agua y al lado, un cepillo de pelo, el instrumento perfecto para aplacar la odiosa picazón de un cuerpo intoxicado.
Tenía pocas ganas de hablar. Entonces, comenzó a sonar el teléfono. Intenté ignorarlo, pero el ruido retumbaba en mi cabeza. Sentía que el cerebro me iba a explotar. Di media vuelta, quedé boca abajo, estiré un brazo y con cara de pocos amigos descolgué aquel aparato ruidoso. Pensé dar por concluida bien rápido la conversación. Del otro lado una persona me preguntó con voz dulce: «¿Te acuerdas de mí?».
Por unos momentos quedé paralizada. ¡Cómo no recordarla! Era mi maestra, la primera de todas, la de primaria. Se notaba emocionada. Confesó que había buscado mi teléfono con una amiga del pueblo, mi pueblo, donde ya no vivo desde hace 12 años. Me habló de su orgullo por mí, del huracán de emociones que le produjo leerme en Granma. Me contó que guardaba cada uno de mis escritos, que no me había olvidado nunca.
En ese momento pasé por alto el malestar y hasta la frustración por no poder salir de la casa. En ese momento regresé a mi escuela, Santos Caraballé, cuando era una niña delgada de rizos rubios.
Tenía la piel muy blanca y los ojos tristes. Era tímida, demasiado madura para mi edad. Llevaba aparatos para corregir los dientes y unas ligas en los pies para que mis tobillos lograran la posición correcta.
Pero era feliz en mi mundo, en mi barrio, donde mi abuela le daba un puñado de sal a la vecina y de paso le prestaban un huevo para el almuerzo.
A la escuela nadie llevaba lonchera, ni tabletas, ni celulares… y los zapatos no tenían que ser de marca… Compartíamos entre todos la merienda. Y esa, mi maestra, la que estaba al otro lado del teléfono, siempre les daba un poquito de todo a los niños que no podían llevar. Así me crié. Compartiendo lo poco y lo agradezco.
Por eso, lo que soy, lo que me empeño en ser, también se lo debo a ella. Esa señora gruesa, bajita, de pelo corto que nunca alzaba la voz. Esa maestra dulce con quien aprendí el abecedario. Esa maestra que al concluir cada clase de Español arrancaba una hoja de su libreta, la ponía en mi pupitre y me decía: «escribe».


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