Al fondo tiene una ventana cerrada porque los vecinos pulen su piso, cortan hierro, ranuran la pared a cualquier hora del día; al costado, una puerta donde rebota la música preferida de los otros vecinos cuando celebran vivir; al otro lado está la ventana para dar paso al Sol, cuando no hay personas en el techo contiguo encofrando columnas o vaciando sacos de arena y cemento. Más allá están los perros ladrando, el vendedor de helado, los muchachos fregando autos, los ómnibus con la música estridente y todo el silencio herido por la cotidianidad.
En el televisor hay una mujer recostada en su cama, acosada por los pleitos sonoros de su entorno y una locutora dictando un lema moralizante acerca de cuánto afecta el ruido a la estabilidad emocional del ser humano, mientras la actriz se protege los oídos con cara de angustia.
«El oído es un órgano sensible que convierte los sonidos en impulsos eléctricos y los transmite al cerebro, se encarga, además, de mantener nuestro sentido del equilibrio, por eso el ruido también es contaminación», algo así escribe una periodista en su artículo de opinión.
Quisiera pensar que los enemigos de la concordia serán más juiciosos después de mirar los spots de la televisión que orientan sobre el comportamiento ético y respetuoso; que leerán atentos los consejos de la periodista que arremete contra la incivilización real, donde una persona con bafle determina el modo acústico a su alrededor, sin importarle la cardióloga que descansa después de salvar vidas, el escritor que imagina su historia, el profesor que prepara su clase.
Pero los inadaptados de las normas convencionales casi nunca se ven inadaptados a sí mismos, sus representaciones sociales son diferentes; para ellos los irrespetuosos son los otros que cuestionan su comportamiento, que pretenden incidir en su modo de escuchar música. «Es mi vida», dicen, «yo no me meto con los demás».
Los que ponen la música destemplada, lo mismo en la calle que en su casa, pretenden demostrar su bienestar, y en el mejor de los casos aspiran a contagiar a los otros con su estado de ánimo o piensan que el mundo todo debería estar así, despreocupado y festivo.
Los etiquetamos de egoístas porque piensan solo en su suerte, y ellos nos llaman ridículos, porque no los entendemos y pretendemos decirles cómo deben actuar. Y cada vez somos menos cooperativos, cada vez el asfalto parece más selva. Nosotros fruncimos el ceño como gesto de desaprobación, y el adolescente sube los decibeles de su bafle como un guiño de irreverencia; y el spot sigue ahí, una o dos veces a la semana, y la periodista insiste, porque es su trabajo, y la realidad da vueltas entre lo que debe ser y es, tocada por todas las manos que tienen algo que decir sobre ella.
Allí donde la especulación se agota y cada cual hace de su concepto una práctica, tiene que llegar la ley, para dictar las normas y solventar el caos. Su capacidad de justicia debe alcanzar este tiempo de ventanas cerradas, vecinos turbulentos y ladridos estrepitosos. La conciencia social se forma con tenacidad y diálogo profundo, pero también con legalidad y derecho.
Si la doctora quiere poder cerrar los ojos y dormir para tratar con calma a sus pacientes de mañana; la periodista que trabajó en la madrugada aspira a una mañana tranquila en su casa, sin los gritos de gol del vecino, sin aquella música que no le gusta y parece que la tiene alojada en sus tímpanos, si el escritor quiere su ventana abierta, ¿es mucho pedir?
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Dr. Daniel dijo:
1
5 de octubre de 2018
12:27:34
chucho dijo:
2
5 de octubre de 2018
13:30:55
nestor dijo:
3
5 de octubre de 2018
14:43:01
JULIO CESAR dijo:
4
5 de octubre de 2018
22:32:03
digna dijo:
5
11 de octubre de 2018
13:07:45
reydi mauro dijo:
6
12 de octubre de 2018
09:25:36
Marita dijo:
7
8 de marzo de 2021
07:04:55
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