Cuando vio a su hijo por primera vez, supo, como Florentino Ariza, aquel eterno enamorado de la novela El amor en los tiempos del cólera, que su destino en la vida era amar a su pequeño bebé.
Desde que llegó a su casa con el fruto de su vientre en las manos, todo su mundo comenzó a girar alrededor de él.
Nunca fue enfermizo. Claro, lo cuidaba como lo que era: puro oro. Implementó medidas de higiene más estrictas que las que hay en un laboratorio de virología.
Decidió que no iba a comenzar a trabajar en la fecha establecida. Nadie se lo iba a cuidar correctamente y le tenía pavor a un ingreso siendo tan pequeñito.
A las clases lo llevaba de la mano y en la secundaria lo velaba desde lejos, hasta que pasara la calle. Por supuesto que no fue a la escuela al campo, habían demasiados peligros para él. Tampoco lo enseñó a nadar, ni a montar bicicleta. Desde la primaria le hizo cada una de las tareas y las pobres maestras hasta llegaron a pensar que tenían en su aula a un pequeño Einstein.
Becado solo estuvo par de semanas. Se encargó de mover cielo y tierra para conseguir la matrícula en la escuela de economía y para estar más cerquita los dos.
Nunca se alegró de una enfermedad, salvo la que le impidió cumplir el Servicio Militar y que asumió como un regalo de la suerte, pues no sabía cómo iba a superar tanto tiempo lejos del niño.
Al primer día de trabajo lo acompañó. Habló con el jefe para que lo tratara bien. Siempre iba y le llevaba el almuerzo. Lo llamaba por teléfono par de veces en un día y nunca faltaban las miles de recomendaciones.
Con el tiempo el niño se convirtió en un hombre, al menos en apariencia. No le iba bien en su profesión porque le resultaba demasiado esfuerzo. Cuando una relación de pareja se tornaba seria prefería huir porque le asfixiaba el compromiso.
Ella, que lo tuvo casi a los 35, se sentía agotada. Llegaba de la calle cansada, luego de hacer un montón de mandados, entre ellos buscar y cargar, con ayuda de los vecinos, el cilindro de gas.
Al abrir la puerta estaba él, sin camisa, sentado en el sillón, con tres vasos sucios en la mesa de centro. La cocina más desordenada que un restaurante en reparación.
Ella estaba cansada. Lo miraba. Su niño era un hombre. Lo había amado tanto desde la primera vez que lo vio. Ella estaba cansada. No podía con todo sola. Se dejó caer en el otro sillón. Lo miraba con detenimiento mientras se preguntaba: Si lo único que hice fue quererlo, ¿en qué me habré equivocado yo?


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Rauly dijo:
1
24 de septiembre de 2018
07:52:21
Yane dijo:
2
24 de septiembre de 2018
11:43:11
alejandro dijo:
3
24 de septiembre de 2018
12:38:44
Ernesto Fleites Leal dijo:
4
24 de septiembre de 2018
15:18:57
Ivette Maynard dijo:
5
24 de septiembre de 2018
15:41:34
georgina dijo:
6
25 de septiembre de 2018
15:55:02
itana dijo:
7
26 de septiembre de 2018
10:56:08
Aimara MM dijo:
8
4 de octubre de 2018
14:21:17
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