ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

«Los mayores no debemos disgustarnos por las chiquilladas de nuestros hijos, porque a los cinco minutos de enemistarnos, ellos vuelven a jugar como si nada hubiera ocurrido».

Así decía la abuela, venida de España sin más compañía que una vieja maleta junto a las enseñanzas que trajo apretujadas entre pecho y espalda para echar casi toda su vida en Cuba. Bajo sus faldas yo hallaba refugio si mi madre pretendía castigarme por una travesura, pues la cariñosa septuagenaria, consentidora al fin, daba la coba y «pescaba» el perdón del travieso nieto.

Ese carácter amistoso lo expresaba igual con los vecinos. Su luz natural para llevar las relaciones interpersonales se sobreponía por mucho a la falta de los estudios que nunca tuvo. Según ella, desde su niñez le inculcaron tratar a los demás con respeto, para recibir lo mismo a cambio.

Aun cuando de sus pensamientos nunca brotaron reproches, si no la persuasión amorosa (en contraste con la idea expresada en el primer párrafo de estas líneas), mostraba una faceta intransigente si era testigo de alguna injusticia. Mayor se tornaba su inconformidad cuando, cometida la falta, los padres del infractor (de ser un menor) no tomaban cartas en el asunto para subsanar el desatino.

Hace bastante tiempo del fallecimiento de la abuela, mas, su inspirador recuerdo anima a reaccionar ante realidades como esta:

Aquel grupo de benjamines jugaba en la acera con varios muñequitos de goma. De improviso, una niñita rompió a llorar porque uno de los varones (todos de tres a cinco años de edad) se apropió de su muñequito, mientras reía en tono burlón. A pura carrera, el pequeño desapareció del lugar con el «botín» entre sus manos, para después reaparecer diciendo que antes le había hecho lo mismo a otra de las amiguitas.

Tras llamarlo a confesión, negó haber cometido la falta. Escapó y entró como bola por tronera en su casa. La huida –muestra de la ingenuidad infantil– confirmó la queja de las dos perdedoras.

No era menester seguir insistiéndole al varoncito para que devolviera los objetos sustraídos. Correspondía hablar con sus padres acerca de lo acontecido, buscando una reacción y que, además de lograr la devolución de los dos juguetes, quedara ese intercambio de opiniones como una reflexión saludable, pensando en el futuro comportamiento tanto de su hijo como del resto de los que comparten a diario en el mismo grupo de amiguitos.

La madre del niño, en privado, escuchó inmutable el breve relato de lo sucedido, contado con delicadeza por otra mamá. Inconcebible fue su reacción: elevaba la vista al cielo en señal de pura evasión, y, sin pronunciar palabra ni expresar pena tras conocer el episodio, preguntó: ¿acaso ustedes están juzgando a mi niño?

La incomprensión hizo naufragar el diálogo, que pretendía abrirles una vía saludable a las relaciones entre vecinos, más que el válido reclamo de los muñequitos sustraídos. Quedó en vano el intento de reflexionar sobre el papel que corresponde a la familia como apoyo de la escuela, en la educación de los hijos.

La abuela tenía razón. Al día siguiente los pequeñines volvieron a jugar juntos como si nada hubiera ocurrido, pero, sin fomentar la enemistad entre los mayores, predominó la sensación de haber perdido una buena oportunidad de aprender en colectivo una lección de vida.

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