No caben dudas de que el personaje al que alude el título de esta reflexión es harto conocido, según la Biblia, por su responsabilidad en la crucifixión de Jesús de Nazaret. No por haberlo mandado directamente al calvario, sino porque, simbólicamente, prefirió lavarse las manos y dejar a la multitud la decisión del destino del profeta.
Sin embargo, la cultura popular ha dado a ese acto y al personaje que lo ejecutó otra connotación, trayéndolo una y otra vez a las escenas de la vida cotidiana. Es común escuchar la frase de, «hizo como Poncio Pilato», para designar a aquellos que utilizan las más disímiles justificaciones para evadir responsabilidades y librarse, por lo tanto, de consecuencias que no les sean convenientes.
Como en tantas otras ocasiones, fue una situación de nuestra realidad la que trajo a mi mente al mencionado personaje y motivó el dedicar algún tiempo a reflexionar acerca del tema, pues estos no son, en absoluto, tiempos de «lavarse las manos».
En una conversación de esas que muchas veces surgen casuísticamente, una persona me narró, visiblemente preocupada, que ante las problemáticas que limitaban el desarrollo óptimo del objeto social de su entidad, los trabajadores decidieron que su jefe inmediato planteara las situaciones ante la máxima dirección del centro, en busca de soluciones o, al menos, de estrategias que permitieran sostener la calidad del servicio.
«En realidad creímos que comunicárselo era una mera formalidad –me comentó–, porque se supone que en el cargo que ocupa debería tener conocimiento de todo eso. De todas maneras quisimos llegar hasta allí, no para informar, sino para buscar soluciones conjuntas. Sin embargo, el resultado fue todo lo contrario: las posibles soluciones nunca aparecieron y la respuesta fue casi risible: “qué pena, yo no sabía nada”».
Esta reacción tiene dos posibles explicaciones: una, es tanta la ineficiencia de esa persona en el cargo de dirección, que no conoce los problemas más acuciantes de la entidad que dirige; otra, y para mí la más acertada: es preferible decir «yo no lo sabía» (lavarse las manos), que asumir su parte de culpa y emprender el camino que permita transformar la situación.
Para reconocer los errores y afrontar las consecuencias de los mismos son necesarias altas dosis de altruismo y humildad, pero en no pocas ocasiones la exageración del instinto de conservación hace que esos valores queden en el olvido. Lo triste es que casi nunca el perjuicio por esos modos de actuación se limita al ámbito individual, sino que trasciende y más aun, cuando se trata de un bien social, de un beneficio común compartido por todos.
Traducido al ámbito de la historia con la que iniciamos, el actuar de cualquier Poncio Pilato de esta era implica que los crucificados no sean siempre los verdaderos culpables, o que las culpas se queden flotando en el aire sin tener un asidero.
Errar es de humanos. No ha nacido todavía el ser que, dotado de total perfección, esté privado de equivocaciones. Lo que sí resulta imperdonable es ocultarse tras un velo de aparente desconocimiento, utilizar la «ignorancia» como escudo y por lo tanto, crear las condiciones propicias para que proliferen la mentira y la desensibilización ante lo mal hecho. Que nadie lo dude, una problemática puede tener más de un responsable, pero cuando uno de ellos se niega a reconocer su parte, lo más frecuente es que los demás asuman la misma postura.
Aunque a ellos concierne el ejemplo utilizado, no significa que las actitudes de esta índole sean privativas de personas que ocupan importantes cargos de dirección. En absoluto. La justificación, el ocultamiento de la verdad, la negativa de llegar hasta la raíz de los problemas, hacen el mismo daño a todos los niveles, y una sociedad como la nuestra no puede permitirse esa debilidad.
Cuando asumimos la postura de «sacudirnos», estamos caminando invariablemente hacia un destino sin retorno, pues aquello que a su tiempo puede tener una solución colegiada, estratégica, adquiere con el paso del tiempo dimensiones incontrolables y eso (al menos en mi modesta opinión), es muy doloroso entre revolucionarios consagrados.
No hay batalla en la que intervengan valores y principios, que antes de ser librada de manera conjunta no implique primero una introspección de la individualidad. Por eso, en la medida en que elijamos desterrar al Poncio Pilato que puede intentar alojarse dentro de cualquiera de nosotros, lo estaremos desterrando también del entorno colectivo.
Una obra como la nuestra no admite ni admitirá jamás ese acto simbólico, pero en extremo pernicioso, de «lavarse las manos».


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