De tanta broma en casa, la respuesta jocosa de mis niñas salta como automática a la clásica lección de cortesía que implica la expresión «hay dos palabras que te abrirán muchas puertas».
«Hale y empuje», responden, y el chiste es para ellas una especie de clave nemotécnica que les recuerda el manojo de verdaderas llaves que cultivan las mejores relaciones humanas.
Han oído la frasecita a sus padres, en la escuela, en la bodega, en los hogares de los cuatro abuelos, a la tía, a algún vecino, y siempre –al menos la mayor– concluye que no son dos, sino unas cuantas las contraseñas verbales de la cortesía, que abren infinitas puertas al gesto amable, la atención solícita, el trato correcto, la respuesta deferente, el servicio inmediato, la disposición total con que se ayuda a otro en la solución de algún problema.
Pueden enumerarlas en una seguidilla: «gracias, por favor, permiso, buenos días (según la hora), no hay de que, disculpe, enseguida, no se moleste, solo un momento…», a veces hasta más fácil que decirlas cuando corresponde.
Sí, porque hay instantes en que se saltan alguna en un descuido, sobre todo cuando la hiperactividad provoca el lapso, y tiene el padre o la madre que frenarlas en seco y hacerlas reparar en el desliz, antes de dejarlas ir con el pastel recién comprado:
– ¡Hey!, hale y empuje, ¿no?
– Sí, es verdad. Gracias, señor. Disculpe. Ah, y hasta mañana, ¿oyó?
Y sale corriendo, tras el acto sutil y vivaracho del cliente que espera al pastelero al otro día, sin saber si en el bolsillo flaco de su padre habrá entonces el billete que hubo hoy.
Eso es fácil, enseñar que hay modos buenos de ser, de comportarse, de procurarse el favor de las personas a veces sin hablar, de las cosas tremendas que logra una sonrisa, como por arte de magia.
Lo difícil es lo otro, llevarlas de la mano por la calle y andar como a la defensa, agenciándose el modo de explicarles tantas veces por qué hay gente que no responde el saludo; que «eso que masticó el bodeguero fue un buenas, amor mío, seguro hacía algunas cuentas»; que aquel que casi tumba a la señora en vez de pedir permiso traía quizá una mala noticia, perturbado; que sí, que el muchacho dijo gracias cuando le alcancé la gorra sacada por el aire, pero ella no lo oyó; y que el hombre de uniforme que picó el boleto de la guagua estaba muy concentrado, «porque no te respondió cuando subimos y le dijiste buenas noches».
– ¿Y hay que ponerse tan feo para concentrarse? Tenía cara de molesto, de pesado, como si masticara una pastilla…
– No, chica, fue idea tuya…
Y a punto de salir en aquel viaje, largo y de noche, en un ómnibus flamante, de esos nuevos Yutong más confortables, de medias luces leds en los pasillos, de video y aire glacial, se oyó el sonido sordo del micrófono en que habló uno de los dos choferes, el que picó el boletín.
«Buenas noches a todos los pasajeros. La tripulación integrada por Feliciano y Agripino les informa que es un placer llevarlos a bordo y garantizará que tengan un feliz viaje».
–¿Viste amor, viste? –me apuré en hacerle ver– El chofer no es tan feo nada. Es amable…
«Ahora quiero que presten atención, por favor…».
–Escucha, por favor y todo, hale y empuje… ¿viste?
«Este ómnibus no es de ustedes, ni mío, ni de Feliciano. Tenemos que cuidarlo, porque después de que se bajen, ninguno, a no ser nosotros dos, va a dar la cara si algo se rompe: un asiento, el portaequipaje plástico de arriba, una cortina…
«¿Oyeron bien? Eso que tapa los cristales se llama cortina, no toalla ni trapo de cocina para limpiarse las manos después de que comen cualquier cosa con grasa en las paradas.
«De más está decir que no se puede comer nada aquí arriba, y nada es nada, porque la guagua queda siempre como una cochiquera, con restos en los asientos, en el piso, dondequiera. Ah, las mallitas de adelante no son sacos ni cestos de basura.
«Las madres que llevan niños, por favor, tengan control sobre ellos, que un vómito aquí no es agradable, y nos atrasa el viaje. Se orina en las terminales, no en la carretera, y las paradas serán de diez minutos. El que demore 11 se queda, aunque después reclame. ¿Estamos claros?
«Y los tramos solo los autorizados. Ni aunque me rueguen paro. No, señora, ¿usted no oyó? Solo los autorizados. Y eso, si pusieron los equipajes en la parte de tramos. Si no, hasta la terminal. Feliz viaje».
Menos mal que enseguida apagaron la luz. No habría podido sostener la mirada inquisidora de la niña, ni explicarle.
Con el fondo musical y la tenue claridad del video de Los Bukis que empezaba a rodar en la pantalla, la oí decir en franca rebeldía: «Papá, ¿y a un hombre que te hable así hay que darle las gracias? Feliz viaje ni feliz viaje. Tremendo feo que es…».


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idania dijo:
1
1 de junio de 2018
10:29:38
Julio Cesar dijo:
2
1 de junio de 2018
16:10:09
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