Ha pasado ya casi medio siglo. Los niños del pueblecito nacidos con la Revolución esperaban ansiosos las Aventuras, espacio televisivo transmitido en el horario vespertino.
Para los muchachos aquel efímero instante era algo así como la mejor golosina, en tiempos de muy pocas propuestas recreativas; pero debían sortear un gran inconveniente. En la pequeña localidad había solo dos o tres aparatos de televisión.
Uno de ellos era propiedad de los Fernández, de las familias más prominentes de la comunidad, propietarias de una bodega y otros inmuebles en el pasado. El viejo de la casa, un hombre recto y de buen corazón, dejaba entreabierta una de las ventanas enrejadas que daban a la sala, donde estaba situado el dichoso artefacto.
A la hora fijada, un tropel de niños se agolpaba junto a la ventana y los más pequeños de estatura lamentaban no tener cuello de jirafa para agenciarse un resquicio. Hoy podría parecer una villanía, pero entonces constituía un gesto bondadoso de aquella familia que los infantes agradecían en silencio.
Tener en casa un televisor debió ser el sueño dorado de la época. Hubiera sido, ni más ni menos, como estar en el paraíso.
La televisión fue un descubrimiento deslumbrante, y desde su creación goza de extraordinaria acogida. Lo cambió todo, o casi todo. A partir de entonces lo demás resultaría pequeño.
De algún modo imposible de explicar muy pocas personas consiguen vivir sin uno de esos aparatos en la casa, aun en la era de los teléfonos móviles y de todo tipo de soportes digitales.
La televisión encanta, entretiene y puede inclusive llegar a embobecer. Los espacios de distracción, y aquellos referidos a la cultura y el deporte son de los más preferidos. Hay personas que están pendientes de la pequeña pantalla una buena parte del día; lo absorben todo, sin discernir.
Como producto informativo, la televisión excede la eficacia de otros medios y se consume, al parecer, de una manera más fácil y práctica. Sin dudas, el más masivo y efectivo de los medios de comunicación. Por lo visto, ni siquiera la mismísima internet y las redes sociales le roban el protagonismo.
Es tanta la seducción que algunos no pueden desvincularse de ese afán de aparecer en la pequeña pantalla. Hay que verles el placer dibujado en el rostro cuando de buenas a primeras distinguen su viva estampa a través del aparato televisivo. No atinan a nada. Quedan desvanecidos ante la maravilla de la imagen en movimiento.
Juraría que no alcanzan a escuchar nada de lo que dicen en ese propio instante. Después de todo, lo importante es verse y que lo vean a uno.
No es raro que alguna que otra actividad inicie solo cuando hace acto de presencia la TV. Llegó la prensa, les gusta murmurar a los colegas de otros medios con cierto tufillo de envidia.
Sin complejo alguno me declaro fan de ese fenómeno fascinante que es la televisión, aunque en honor a la verdad ya dejó de ser algo exótico y casi todo el mundo tiene un armatoste en casa. Antes no, algunas décadas atrás era una fortuna lejos del alcance de la mayoría.
Conocedor de mis debilidades por los embelesos del «vidrio», en ocasión de una visita prolongada a un país amigo y luego de varios meses de ahorros, me di el gusto de comprar un televisor, el más moderno posible, por encima de otros bienes necesarios.
Lamentablemente, se extravió en el camino. Fue uno de los cuatro equipajes perdidos entre más de 2 000 bultos.
El incidente me hizo recordar con nostalgia los tiempos demasiados severos y aquel agradable pugilato en el portal de la familia Fernández para ver las Aventuras, hace ya casi 50 años.
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OrlandoB dijo:
1
4 de abril de 2018
14:43:49
sachiel dijo:
2
5 de abril de 2018
09:54:14
Pepe dijo:
3
6 de abril de 2018
10:47:35
Jorge Respondió:
12 de abril de 2018
08:33:46
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