«Yo nada espero de los que nada esperan» es una frase de Alejo Carpentier que entronca bien con otro apotegma de la autoría de Fidel Castro: «Quien no sea optimista, que ceda de antemano a todo propósito».
En esencia, la línea de sentido de ambas consideraciones va dirigida a la naturaleza del éxito humano, solo asequible para quien sea capaz de llevar a su molino el agua de la buenaventura por el canal del entusiasmo.
En ello cimienta su base el triunfo. Lo sabemos bien en un proceso social como el nuestro, que ha hecho del optimismo su blasón, para desterrar de su vocabulario el pesimismo que lastra, carcome y reduce, que corroe empeños y desangra propósitos.
La Revolución Cubana, desde su simiente histórica en 1868, está cincelada por el sueño posible del optimismo, tanto como lo está la madera de sus protagonistas. Lo pueden comprender, incluso, hasta algunos a quienes en determinados momentos de sus vidas, aquí en este suelo, el pesimismo les jugó la mala pasada de desdibujarles las siluetas del futuro.
José Martí reflexionó que «los grandes pesimistas han sido seres desdichados y anormales, o nacidos o criados fuera de las condiciones naturales de la existencia. Una gran pena inmerecida, la negación brutal de su primera esperanza, los ha llevado a la negación de todo. Puesto que todo está envenenado por ella, todo está envenenado».
Sicólogo de almas, como era El Maestro, así trazaba un perfil de ese tipo humano que proyecta sus penas internas contra el aliento del soñador; y abalanza su tsunami de amargura por la mínima brecha abierta en el dique de la solidez individual o colectiva. Puede contagiar a los hipocondríacos de espíritu o enfermar del todo a los anoréxicos de mente.
Fundar, crear, trabajar por ti y los tuyos; creer en algo y en alguien representa el arma que lo aleja, porque el pesimista de oficio cercena el estímulo, al tiempo que siembra la desazón cuando el caldo de cultivo le propicia criar el microbio de la duda. Sacudirlo a ratos, igual que a las alfombras, no resulta ocioso.
Su mente, si reparamos en Milton y su Paraíso perdido, «puede hacer del cielo un infierno», por más que le muestren las nubes.
¡Non ceditit animus! (¡Qué no decaiga el ánimo!), frase latina utilizada por los romanos para incitar a la lucha, no va con el organigrama y el cartabón de futuro de muchos de los de la especie.
No hay claraboya posible de esperanza, y creen a pies juntillas que Bennu –el asteroide de cerca de 500 metros que viaja alrededor del Sol a una velocidad de más de 100 000 kilómetros por hora– acabará con la humanidad.
Sin basamento científico, los agoreros especulan que el bólido devastará el planeta, o parte de este, el 21 de septiembre de 2135. Sin embargo, las posibilidades de la ocurrencia de un contacto son escasas y, además, existe un plan de enfrentamiento, de cara a una hipotética proximidad.
El optimista piensa esto último, la salvación y el recurso. Este es el ser humano que yergue el pendón de la firmeza, sustentado en la confianza de que cualquier dificultad es salvable.
El nervio y la fibra del optimista consolidan caminos, desbrozan yerbajos de ceguera en la visión del mañana. Levantan terraplenes de esperanza sobre el agua y aguardan que Bennu se desintegre en la inmensidad cósmica; o, en su defecto, que la ciencia humana lo reduzca a esquirlas en el momento preciso.


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Azulita Sky dijo:
1
30 de marzo de 2018
09:59:32
Julio Martínez Molina dijo:
2
30 de marzo de 2018
12:18:54
Héctor dijo:
3
30 de marzo de 2018
13:52:20
Jose Raul Respondió:
1 de abril de 2018
03:42:05
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