La primera tarde cuando me senté en la redacción frente por frente a «Chago» Armada*, no sabía ni qué decirle. Los materiales periodísticos (tecleados en máquinas de escribir e impresos en papel) saltaban entre mis manos sin saber cuál ubicar en la cabeza de la primera página de Granma.
El avezado diseñador, experto en crear las portadas del diario y otras páginas especiales, me tiró un singular salvavidas cuando estaba a punto de ahogarme, después de que, minutos antes, el director Jorge Enrique Mendoza me señaló como nuevo jefe de Redacción, cuando realmente yo solo aspiraba a escribir de deportes.
Aquel saco me quedaba no grande, sino grandísimo, me dije a mí mismo, porque no imaginaba cómo estos dos hombres –por demás con un respetable historial de combatientes en la Sierra Maestra– concibieran que, con mis pocos años de ejercicio en la profesión, daría pie con bola en un área donde la jefa de Información era Marta Rojas, la «periodista del Moncada», epíteto que la acompaña desde aquel 26 de julio de 1953.
–¡Dame acá, muchacho, este texto es el principal!, afirmó «Chago», mientras lanzaba el tipómetro sobre la pauta de diseño para medir el espacio del material de su selección, no de la mía. Desde entonces, ganado por su familiaridad, sentí deseos de conocer detalles de la vida de aquel humorista, diseñador, artista plástico y escritor, integrante del Movimiento 26 de Julio y combatiente del Ejército Rebelde, alguien a quien siempre vi con un libro en la mano.
Trabajamos años compartiendo el mismo sitio en la redacción. Era una mesa grande, ancha, cubierta por un cristal, escenario que nos facilitaba la conversación abierta, sin solemnidades, porque «Chago», un maestro en lo que él bautizó como el humor gnosis, te lanzaba una jocosidad sin que su rostro riera.
Por aquel entonces, a principios de la década de los 80 del siglo pasado, alguien trajo al diseño de las páginas la idea de siluetear las fotos para destacar algún elemento, pero aquello duró un santiamén, bastó que un cajista del taller de linotipos –para ajustar el grabado al espacio dispuesto para la fotografía– le cortó el penacho a una palma real que debía publicarse en la portada del rotativo.
Nunca pensé eternizarme en la jefatura de Redacción, no era lo mío, pero el vínculo diario en aras de interactuar con «Chago», mientras diseñaba las páginas una tras otra, era el aliciente para no faltar. Allí hablábamos lo mismo de los cosmonautas que de la diferencia entre perros y gatos; a partir de su polémico humor gnosis elaboró una teoría acerca del comportamiento de ambos animales afectivos.
Decía: me apunto a favor del gato, por ser orgulloso, independiente y libertino, atrevido al punto de desconocer el mandato de su amo; en cambio, el perro es dócil, obediente, incapaz de rebelarse aun cuando lo regaña su jefe. Parecería una charla de poca monta, pero observar cómo hilvanó su discurso favorable a los felinos, me dio la medida de su sentido del humor.
Vivió con su querida familia en el edificio de 20 de Mayo, en el municipio habanero del Cerro, construido por integrantes de la microbrigada perteneciente a Granma en la década de los 70, y me atreví a jaranear con él una tarde, al verlo en un parque cercano acompañado por su perro. Sorprendido en el brinco y, conociendo que mi sonrisa sería la antesala del cariñoso reclamo, ripostó señalando al can: «No siempre puedes cumplir tus deseos», y rompió a reír.
«Chago», además de su aprecio por la juventud cubana, me dejó su humildad a prueba de balas, su carisma, su amor por la Revolución y el prójimo, y también caló hondo por su defensa a las mascotas que nos alegran la vida, y que hoy, en no pocas ocasiones, son maltratadas o abandonadas por sus dueños. Ese, para mí, fue Santiago Armada, «Chago», el entrañable amigo.
*Santiago Armada Suárez nació en Palma Soriano, en 1937, y falleció en La Habana, en 1995.
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