«Yo vine porque me llamaron para que viniera», insistió la señora de cabello blanco, un blanco gris distinto al casi rosado de una piel minada por las pecas de los años.
Habría llegado totalmente erguida de no ser por un ligero tropiezo en el escalón, a la entrada de una de las oficinas bayamesas concebidas para trámites.
A un metro estaba el primer buró, el de la recepcionista, y aferrándose a él pudo –en un reflejo típico de edades más lozanas– evitar la caída y corregir la postura, en un evidente afán de mostrarse suficiente y muy capaz.
«Buenos días. Con permiso de la cola, permítanme una pregunta», espetó, en un anuncio claro de exquisitos modales y de un acopio de paciencia necesario para estas clases de jornadas largas dedicadas a sellos, firmas y papeles.
Lo hizo en voz baja, inclinada sobre la recepcionista. Desde lejos se le notaba la insistencia, la explicación sosegada de su caso una y otra vez, ante la incomprensión por impericia de la muchacha jovencísima detrás del buró.
De la oficina de enfrente salió entonces una funcionaria, cargada de papeles en la mano y de un estrés notable en el rostro.
En medio de la marcha la abordó tímidamente la joven, para que, por favor, la ayudara con la explicación exacta; y aquella, frenada en seco por el reclamo repentino ante los ojos de la cola, disimuló el chasquido de sus dientes y retrocedió con delatados visos de disgusto: «¿Qué pasó?».
La abuela se incorporó, alargó sus papeles, y a dos palabras de iniciar otra vez la explicación fue interrumpida de cuajo por un tono subidito:
–Esto todavía no está. Fíjese. El trámite se realizó el tres del mes uno, y demora 30 días hábiles. Está en término aún.
–¿Cómo?– dijo la anciana, cuando su «funcionaria» ya le daba la espalda.
Al frenazo en seco se le sumó esta vez el resoplido grueso de la impaciencia:
–Señora. Cuente 30 días a partir del tres del uno, sin incluir los sábados ni los domingos, y entonces venga, no ahora.
Aquella calma, hasta entonces dominante en la septuagenaria, de pronto se hizo líquida y se escurrió del cuerpecito arrugado: «¡Yo vine porque me llamaron para que viniera! Créame que si no, no estaría aquí. Vivo sola con mi nieta, apenas tengo tiempo, y si vine… ¡fue porque alguien de ustedes me llamó!», concluyó, sujetándose de nuevo al borde del buró.
Pareció que hubo un ¡Alto! silencioso gritado en aquella sala. Las conversaciones distintas en la cola cesaron, la recepcionista abrió los ojos enmudecida, en tanto la funcionaria se viraba con el ceño fruncido y en los labios una respuesta lapidaria.
La mente humana es maravillosa, sobre todo cuando se revela en segundos de lucidez y cordura, capaces de salvar en un instante grandes tensiones, aplacar la ira, desatar con una sola vuelta de mesura el aparente nudo gordiano de la terquedad.
Alguien de la cola había dedicado la circunstancia a pensar, más que a chismear. Se había preguntado por qué era necesario llegar a aquel trance amargo en que la anciana, reposada en su carácter, era obligada demasiado rápido a perder los estribos.
¿Por qué, amen del estrés laboral, la funcionaria no se detuvo a escuchar un momento, y a responder sus argumentos en el mismo tono en que pudo recibir la explicación? ¿No vio acaso que se trataba, además, de una abuela?
Este argumento alentó las cavilaciones de «el alguien de la cola»: ¿Será acaso la paciencia una asignatura que debiera vencerse, y hasta poner como prueba de aptitud a cuantos aspiren a una plaza de servidores públicos, a tenor del fenómeno real y creciente del envejecimiento de la sociedad cubana?
Es más, ¿será difícil incorporar el asunto a la conciencia y el proceder de directivos y funcionarios, de modo que se adopten formas distintas de trabajar especialmente para este tipo de público, en que se cambien tecnicismos por instrucciones fácilmente comprensibles?
Habría sido mejor decirle a la señora, como a cualquier abuelo o abuela: «venga a partir del día tal de tal mes», claramente, y no «al cabo de 30 días hábiles», empujándolo a contar en algún calendario, sin sábados ni domingos, si es que conoce acaso la subversiva acepción burocrática del sospechoso «día hábil».
El «alguien» de la cola, para suerte de la señora, se había puesto tan al margen del chisme, que fue el único en caer en la cuenta de la fecha corriente.
Era seis de marzo.
Esta vez fue él quien, cortésmente, frenó en seco la airada rotación de la funcionaria, y con un solo detalle desactivó la mina a punto de explotar.
–Señorita, por favor, ¿me da un segundo? Mire, cuente bien. Hoy hace 44 días hábiles que la abuela realizó su solicitud. El pasado 14 de febrero, Día del Amor, venció el plazo. ¿Se da cuenta...?
La funcionaria entonces, cambiando de colores, quiso disimular con el «fallo técnico» la tormentosa escena que había propiciado antes:
–¿Cómo?...Ah… ji, ji… es verdad. Qué cabeza la mía… Es que con tanto trabajo uno se confunde… Todavía yo estaba en febrero, ¿pueden creerlo?... Venga, mi vieja, vamos por sus papeles…
Y el alguien, que creía la posible confusión, pero no como excusa del maltrato, devolvió en una sonrisa las palabras al paso de la abuela: «Gracias, mijo».
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23 de marzo de 2018
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Luz Marina dijo:
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Eugenio Pérez Almarales dijo:
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24 de marzo de 2018
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25 de marzo de 2018
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liborio criollo dijo:
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Gloria Alicia León Martínez dijo:
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28 de marzo de 2018
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