La insaciable sed de conocerse a lo interno ha llevado al ser humano a ubicarse a sí mismo entre los más complejos objetos de la ciencia. De manera incansable hemos adquirido los más elevados niveles de comprensión acerca de nuestro «funcionamiento orgánico».
Logramos construir completos mapas de nuestra anatomía, y aunque nadie duda que aun son muchos los descubrimientos que nos aguardan en el futuro, nos preciamos de ese amplio dominio.
Sin embargo, tanto interés como lo que materialmente somos, ha despertado en esta raza su componente inmaterial. La sabiduría de que nos ha dotado una supervivencia de miles de años, nos permitió darnos cuenta de que cualquier definición de la especie humana estará siempre incompleta sin lo que marca las individualidades, sin aquello que nos hace únicos, aun con una anatomía estandarizada: nuestra sicología y dentro de ella, los sentimientos y las emociones.
Diría que quizá es ese otro componente lo que nos hace más fascinantes. ¿No tienen acaso el resto de los mamíferos extremidades, sentidos incluso más agudos que los nuestros y complejos sistemas de órganos? Por eso he preferido siempre formarme la idea de que lo más hermoso en cada uno de nosotros es aquello que jamás podrá ser observado bajo un microscopio.
¿Quién puede dudar de la increíble capacidad de nuestra especie para construir, a partir de situaciones prácticas, y hasta simples y cotidianas, incontables respuestas emocionales? Un entramado que ha sido reto constante para los más avezados estudiosos de la sicología humana y que aun, a la altura del siglo XXI, sigue considerándose como tal.
Hemos nombrado los sentimientos e, incluso, establecido ciertos «parámetros», científicos o no, para reconocerlos. Pero la forma en que los manifestamos es inédita, propia de cada persona a tal punto que en ocasiones ni nosotros mismos estamos plenamente seguros de lo que sucede en nuestro «interior simbólico». Llamamos a esa duda ambivalencia, inmadurez, inseguridad, pero en definitiva todo es parte de la condición humana, de esa cualidad maravillosa que nos permite experimentar sensaciones indescriptibles. Nuestro error radica en que nos desgastamos demasiado intentando reconocerlas y nos olvidamos de lo más importante, sentir.
Tal vez no lo hayamos entendido en toda su magnitud. Es probable que se nos pase la vida sin llegar a explotar jamás todo el arsenal espiritual con el que contamos y no podamos conocer en su justa medida el alcance de nuestra sensibilidad. Aun así, universalizamos los más grandes sentimientos en uno y al hacerlo, hemos reconocido también su poder para salvarnos, aun en casos en que el ser fisiológico está prácticamente desahuciado.
Más allá de poesía o el misticismo, si tuviéramos que definir en una frase la fuerza motriz que impulsa desde el más objetivo, hasta el más inconcebible de nuestros actos, estoy segura de que explícito en el texto, o implícito en su contenido, siempre estaría ese sustantivo. Palabra maravillosa que se parece a la religión porque implica idolatría; a la guerra porque luchar le es imprescindible; al sacrificio, porque nuestro corazón es muy valioso y aun así debemos entregarlo. Pero en su forma más pura y profunda es muy similar a la inocencia, porque imbuidos en su fuerza, nuestra mente no mide consecuencias.
Sin querer justificarnos, somos humanos. Por eso hemos equivocado de mil maneras el camino que nos muestra. A riesgo de parecer ignorantes, lo circunscribimos a lazos afectivos subvalorando su poder ilimitado sobre todo y todos. Incluso, de forma irrespetuosa lo hemos utilizado como mampara con el fin de parapetar la ambición y el egoísmo. Para nuestra suerte, ese sentimiento es también tozudo y se empeña en existir, porque aunque le ponemos cada día más obstáculos, y aunque parezcamos haberlo olvidado, ha nacido de nosotros.
No hay duda, somos privilegiados de tenerlo, o mejor aun, de sentirlo. Tal vez sea hora de que caigamos en la cuenta de que si su llama se extingue, nos extinguiremos con ella, y no hace falta mirar al futuro para ver la catástrofe que eso implicaría, porque el presente ya nos brinda los más duros ejemplos.
Sin él no habría historia, porque no hubiéramos corrido riesgos ni hubiéramos seguido los impulsos que nos han traído hasta aquí. Tal vez suene absolutista pero no puedo imaginar un mundo sin él porque, ¿acaso sin él habría algo que pudiéramos llamar mundo?
La de su supervivencia es una lucha que se libra con el alma, con la conciencia, con aquello que no vemos pero existe en cada uno de nosotros. No olvidemos nunca que el amor es, sin dudas, la otra mitad de lo que somos.
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Raul dijo:
1
24 de febrero de 2018
07:05:20
Ray Luciano dijo:
2
26 de febrero de 2018
07:57:15
mayda suarez Respondió:
27 de febrero de 2018
10:56:51
Rafael dijo:
3
26 de febrero de 2018
11:40:21
Rene Respondió:
27 de febrero de 2018
19:15:05
Guama dijo:
4
26 de febrero de 2018
18:59:47
Alexey dijo:
5
4 de marzo de 2018
15:17:18
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