
Ni cuando «los mandados» llenaban las múltiples casillas de la libreta de abastecimiento, los productos normados en la bodega superaron las historias ajenas, los chismes de barrio, los chistes de cola, las mañas de dependientes, los típicos percances de mostrador que uno se lleva a casa tras gastarse una tarde de compras.
En la emulación algo desleal con otros sitios como la barbería, la tintorería o el taller «consolidado», la bodega fue siempre el lugar más folclórico del reparto, y su rostro público, el bodeguero, una persona desbordada de empatía, bien llevada por generalidad, que conocía a todo el mundo no solo por el número del núcleo, sino, además, por las tantas revelaciones que el folletito de la canasta básica normada facilitaba para su dominio:
–«Di tú, Josefa diabética y ahora su hija también, con otra dieta de leche, carne y pescado. Y Marialis con otro muchacho. ¿Hasta cuándo va a parir esa niña? No será para coger otra leche, porque este mes tiene una bolsita más, pero en el otro la mediana cumple siete… Ojalá no le pase lo de Manolo, con tanto hijo y al final con problemas en la familia, porque si no, no habría hecho dos contratos de gas en la misma libreta…».
Claro que los hay de esos muy serios, introspectivos, que hablan lo necesario o casi nada, de esos que prestan toda la atención a lo que hacen e invitan al cliente a concentrarse en el producto que quieren, en el equilibrio justo de la pesa, en el pague y váyase, que la cola espera. Pero a decir verdad, ese no es el preferido en la mayoría de nuestros barrios.
El que encaja en la imagen popular habla alto, tiene un radio detrás y hasta canta si es preciso. Entretiene con ocurrencias a la cola. Conversa incluso en el momento exacto del despacho y te fuerza a que lo mires a los ojos, distrayéndote del instante en que tira sobre el plato el bistec correspondiente a «la carne de niño» o vierte la libra de «la leche de dieta», y en el mismo segundo la recoge sin que la pesa pare de mecerse. Y tú que no miraste bien tienes la duda, porque lo escuchabas y no atendías la balanza…
Alzas el nailon aún inseguro, por la extraña habilidad del hombre para cortar el peso exacto al primer tajo del cuchillo, o verter el polvo justo de la leche en una sola paletada.
Caramba, pero siempre te resuelve cuando llegas apurado del trabajo, sin tiempo para buscar la libreta y regresar antes de cerrar, y te despacha sin el folletico la bolsita de leche para la niña, «sin problemas, viejo, tráela mañana, para anotarla, toma»; o te vendió a fin de mes un paquete de café, a los mismos cuatro pesos, cuando no tenías para colarle a los albañiles afanados en tu casa.
Y aunque sabes que faltan algunos gramos, no podrías requerirle ante la cola, y hasta dices, «gracias, socio», y escoges pensar que fue un error, por el apuro, por la presión de la cola, porque es de humano errar, incluso un mes tras otro, con la misma carne y la misma leche, tan preciadas, tan tentadoras para el hombre intentar alguna «búsqueda», quizá… Pero no, fue un error, ¿y ya?
Sin embargo, alguien detrás para de pronto la cola. Llama la atención. Pide al bodeguero, muy molesto, que le complete la libra, que no llega a 400 gramos.
–¿Cómo que no? ¿Quién dice?
–Yo. De alzarla nada más lo sé. Soy chef.
–La pesa es lo que vale. Dame acá. Mira. Una libra.
–Pero esta mía, digital, dice otra cosa (la saca de su bolso y le demuestra).
–Pues está mal. ¿Tú eres nuevo por aquí, no?
–No importa. La otra pesa en el mostrador, la de tu compañera, me dio la razón.
–Espérame en la otra pesa, vamos a ver.
Pero nunca dio la vuelta, el bodeguero, a la otra pesa. Llamó a la compañera al almacén. La requirió en un tono que oyó la cola, «porque él no tiene facultad para tocar la balanza. Toma. Pésale ahí, a ver si es verdad», dijo, sin salir más.
Después, en la vergüenza de la lección, solo atinas a preguntar: «¿Lo corrigió? La carne… ¿te la completó?». – Sí, claro, tenía que hacerlo.
Y el murmullo de opiniones desatado en la cola. Es predecible que los más aplaudían el correctivo, el ejercicio de un derecho por el vecino nuevo; pero los más pegados a la pesa, al bodeguero, se abstuvieron a los resabios en que quedó el dependiente: «Qué fresco, tocar la pesa, humm. A ver, el próximo».
Y entonces, la señora siguiente, testigo en primera fila, extiende su libreta, unas monedas y un comentario «solidario» con su bodeguero de años: «Es verdad, mijo. La gente a veces no entiende. Es que estas pesas de gramos son tan difícileeees…».
Mal peor. No obstante, a pesar del «salve», la ración de la vecina tampoco se libró de la afilada exactitud del primer corte.
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Georgina dijo:
1
30 de enero de 2018
23:52:58
Aliover garcia dijo:
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31 de enero de 2018
10:21:09
Jose Eduardo Respondió:
13 de febrero de 2018
15:24:49
Azulita Sky dijo:
3
31 de enero de 2018
11:58:15
Ismaelillo dijo:
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31 de enero de 2018
12:08:34
Musy dijo:
5
1 de febrero de 2018
11:33:07
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6
1 de febrero de 2018
13:58:12
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2 de febrero de 2018
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8
6 de febrero de 2018
14:05:34
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6 de febrero de 2018
17:24:50
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10:52:53
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7 de febrero de 2018
10:54:54
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