
¿Cómo escribir acerca de él? La duda me castiga el pensamiento, porque temo ofender con la simplicidad de mis palabras el inconmensurable alcance de su figura. ¿Cómo lograr que mi mente guíe a mis manos en la escritura de las palabras correctas, para que sean dignas del hombre al que van dedicadas?
Es en momentos como este cuando temo a la hoja en blanco, pues en un lado está la necesidad persistente de dedicarle las más sinceras expresiones de la admiración que le profeso, y en el otro, está la incertidumbre, el lógico temor de no ser capaz de hacerlo como él lo merece. Esta vez no me valgo de la computadora, prefiero el bolígrafo y el papel, así percibo más cercana mi relación con lo que escribo, y siento que cada tachadura es la prueba de cuánta sensibilidad despierta en mí el Maestro al que dedico estos párrafos, responsable tantas veces de la inspiración que me lleva a sumergirme en cada idea.
La madrugada avanza y aún no consigo mi objetivo. Entrelazo frases, trastoco términos, rebusco ansiosa en el caudal del idioma, pero no me siento conforme.
Entonces, cuando estoy a punto de darme por vencida, de cederle el paso al sueño y esperar a que mañana mis musas decidan acompañarme, aparece la realidad ante mis ojos.
No voy a ensayar ninguna tesis novedosa de su existencia, no descansa en mí la responsabilidad de historiarlo ni es este el artículo académico que lo revelará en alguna de sus tantas facetas. Estas palabras son solo la más humilde afirmación de haberlo conocido aun a la distancia de dos siglos, de haberlo convertido en mi Martí, en el que he guardado para mí más allá de su universal existencia.
Tal vez a alguien le suene a vanidad ese «conocer» del que tan orgullosa me siento, porque ni los más avezados estudiosos de su obra se atreven a afirmarlo. Hay tanto Apóstol aún por revelar, que pudieran sonar pretensiosas mis palabras. Pero son transparentes y sinceras, no viajan camuflados en ellas tales sentimientos vergonzosos, sino una realidad inalterable: en esta tierra no hay un único Martí, sino millones, porque cada cubano patriota ha hecho suyo al Apóstol, desde la singularidad de la forma que elije para ser consecuente con su legado.
Yo a Martí lo conozco desde niña, desde los momentos en que Pilar, Bebé y Piedad intercambiaban en mis sueños, baldes, paletas, sables y muñecas negras, o arrancaban traviesos con Nené las páginas de un libro. Lo conozco desde que anhelaba zapaticos de rosa como regalo de cumpleaños.
A esas historias les adjudico gran parte de las alegrías de mi infancia, de los sentimientos que nacieron en mí entonces y que me han acompañado a lo largo de la vida. Le debo al Maestro mi filantropía, el amor infinito hacia mi patria y el orgullo eterno por mis raíces. No tengo más que agradecerle por hacerme entender que el sacrificio es el único camino hacia nuestras metas, por permitirme disfrutar la luz del sol sin pensar siquiera que pueden habitarlo las manchas.
¿Quién puede negar lo enriquecedoras que son para el alma sus palabras, o las realidades constantemente renovadas que develan sus más sencillos pensamientos? Tan útil es el ejercicio de leerlo, que una vez terminado el andar por cualquiera de sus textos es inevitable la sensación de plenitud, y el mundo alrededor cobra un sentido diferente, más profundo, más verdadero.
Debe tener toda persona claridad infinita de la responsabilidad que entraña declararse martiana. Implica esa afirmación una convergencia de principios y valores, cuya sostenibilidad en el tiempo supone una madurez y fortaleza de espíritu ilimitadas. Sin embargo, no hay en ello nada celestial e inhumano, sino algo tan real como «la yerba que pisan nuestras plantas», se llama convicción.
Martí es la lección del día a día, el trabajo que se materializa desde la idea del bien social, el camino que se recorre a sabiendas de los obstáculos, pero con el impulso incontenible de alcanzar la meta; la sinceridad que no hiere, sino que ayuda a crecer; el mérito que no implica más orgullo que el de un deber cumplido.
Por eso cuando enero se acerca al ocaso, un 28 luminoso nos recuerda el momento en que la era parió un corazón irrepetible, uno que latió para los pobres de la Tierra y aún lo hace, desde la universalidad de su legado.
Es en enero cuando renuevo a mi Martí. Lo veo renacer y convidarme a andar junto a él los senderos de la vida y me digo a mí misma que soy privilegiada por tenerlo.
Porque no todos tienen un Martí y quizá los que no lo conocen serán incapaces de comprender estas palabras, pero los que también han decidido tenerlo para sí, de seguro coincidirán conmigo en algo: dejarlo morir significaría dejar de ser lo que somos, renunciar a la esencia más sagrada de un cubano y por encima de todo, dejar que la patria se nos escape de las manos.
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Alejandro dijo:
1
26 de enero de 2018
07:46:43
soraya dijo:
2
27 de enero de 2018
07:39:19
Ángel Parra dijo:
3
27 de enero de 2018
08:42:23
Barbarita dijo:
4
27 de enero de 2018
16:30:07
Yordiel Borrego Pérez dijo:
5
29 de enero de 2018
13:22:35
María Helen dijo:
6
30 de enero de 2018
11:20:52
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