De la España colonial profunda nos llegó entre lo mucho bueno y malo, lo de «hacer la sisa», una expresión polivalente que conocen muy bien las costureras, al propio tiempo que con otro sentido distinto, quienes se ocupan de la compra y venta cotidiana de comestibles y de otras cosas necesarias. Al menos era de manejo popular idiomático unas décadas atrás.
En los años de mi niñez en la barriada de Luyanó, de composición social de trabajadores de modestos ingresos económicos a muy pobres, donde y cuando cada fracción de moneda se cuidaba celosamente para que la familia saliera a flote, quienes éramos críos osábamos una que otra vez «saquear» algunos centavos de lo que los mayores nos daban en casa para la adquisición en la bodega cercana de algunos artículos alimentarios con los que dibujar a veces la única comida del día.
Lo hacíamos asustados por la reprimenda que sobrevendría al ser descubiertos y con un ligero escozor de culpabilidad, pero movidos por la ilusión de reunir hasta llegar a 10 centavos para una tentadora tanda de cine con dos películas, cartones (animados) y avances, o gozar de un granizado o cualquier golosina barata a la salida de la escuela pública.
Por otro lado, las señoronas en sus cotilleos se quejaban de que sus respectivas empleadas domésticas hacían sisa, lo que en muchos casos resultaban solo desconfiadas sospechas. Tal vez por la oscura conciencia de la mísera retribución que les ofrecían por extensas horas de faenas a preferidas jóvenes guajiras o emigrantes españolas analfabetas, que debían conformarse ellas con un plato de comida y una cama en la que dormir para remitir así todos sus escasos emolumentos a seres queridos que quedaron en la campiña natal o al otro lado del Océano en peor situación.
En un necesario paréntesis comento que a veces cuando describo tales paisajes sociales de antaño a jóvenes cercanos pegados a móviles, parecen desinteresados, y vale recordar que la integralidad de la personalidad se forja con el dominio de las tecnologías de punta futurista junto con el acervo histórico y cultural que viene del pasado.
Cerrado el paréntesis para desembarcar en el presente, resulta ilustrativo que la última acepción de sisa que aparece en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española consiste en: Impuesto que se cobraba sobre géneros comestibles, menguando las medidas. Explicación muy familiar ¿verdad?
Claro que el cubano con esas naturales chispa y gracejos para construir sentidos ha desechado el término impuesto, que implica un orden legal estatuido, y ha preferido denominarlo multa, para denotar un acto que le parece agresivo, arbitrario, abusivo y al margen de la ley, al que nos enfrentamos a todo terreno los compradores consumidores, y que sufrimos más en proporción inversa a los de mayores ingresos monetarios.
Uno sale a la calle al diario bregar y tiene que andar preparado para la sisa-multa que te va desollando el bolsillo. Sea al abordar el autobús ante el chofer que bloquea con mano abierta la ranura de la alcancía recolectora y puede que pagues un peso por lo que cuesta 40 centavos. O en el ya manido recurso de que no hay fracciones de cinco y diez para el cambio en cajas de trd, que llega a expresarse como una imposición inapelable, lo cual no es lo mismo que el parroquiano que con toda legitimidad decida por voluntad propia dejar una propina.
Ya parece bastante la tensión del ojo alerta en los precios alterados o enmascarados, las rebajas en artículos alimentarios justo a punto de vencerse, y de todo lo cual sigue lloviendo sobre mojado pese a las reiteradas quejas.
Hoy día el caso más clásico de sisa se manifiesta en el pesaje de géneros comestibles en agromercados en los que se alega que las pesas están viejas y son inexactas, solo un fragmento de la verdad, pero las sospechas de que se arreglan los equipos a conveniencia para robar al cliente abundan. A un médico amigo que suele ir a estos establecimientos con pesa propia y ha ganado reclamaciones en toda lid, me confesó recientemente que carniceros están virtualmente a punto de lincharlo por inoportuno.
Según percibo, también existe la sisa del tiempo, la de cualquier establecimiento que acostumbre a iniciar sus servicios más allá del horario establecido, bien por «cuadre» de caja y otros azares y la injustificada demora en la prestación del servicio que nos impone una multa de espera o de quien a costa de incumplir o cumplir a media el contenido estricto de la jornada laboral dispone de medios y recursos para la realización de faenas ajenas en provecho pecuniario propio.
La saga de Robin Hood nos cuenta que despalillaba a los ricos para repartir a los pobres, acá inventamos la sisa-multa para beneficio propio y perjuicio ajeno, entre nosotros mismos, como una viciosa práctica circular que peligrosamente tiende a aceptarse o contemplarse con indiferencia, cobijada en la repudiable justificación de la «defensa» y la «lucha», o como un mal irremediable. ¿Y por qué tiene que ser así? Si frente a las emergencias patrias y calamidades naturales hemos demostrado unidad solidaria, derrochando virtudes.
Hace falta más sensibilidad y conciencia ciudadanas, verdaderos controles y organización administrativos, y desde luego que quienes ejerzan la autoridad de la supervisión inspectora y el orden legal acompañen estos empeños sin mirar para otro lado.


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Orestes Oviedo dijo:
1
8 de diciembre de 2017
08:56:13
tomyone dijo:
2
9 de diciembre de 2017
19:52:10
OrlandoB dijo:
3
11 de diciembre de 2017
07:00:06
Agustin dijo:
4
12 de diciembre de 2017
07:25:03
Daniel Fuentes Almaguer dijo:
5
12 de diciembre de 2017
14:38:19
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