Cremata y sus niños lo lograron otra vez. No pude contener las lágrimas y para ser sincera, tampoco tenía deseos de hacerlo, pues no hay nada más hermoso que liberar los sentimientos cuando algo nos conmueve allí, en el centro del alma. Me atrevería a aseverar que todo el que estuvo sentado frente a ellos, desde la plaza en Encrucijada o utilizando al televisor como medio, sintió algo similar.
Su Historia de un ser de otro mundo solo puede recibir un calificativo, excepcional. Más allá del talento, de los recursos estéticos, de la puesta en escena, se trató de una clase magistral de historia. De esas que no abundan y que, estoy segura, tendrían en nuestros niños un efecto mucho mayor que las lecturas panfletarias o la memorización de nombres, hechos y fechas. No recuerdo que nadie jamás me hablara con tanta sensibilidad de Abel, el joven del que muchas veces solo se muestra la estoica resistencia a las torturas, olvidando los detalles que nos lo hacen humano, carnal.
Creo que el pasado, como tantas otras cosas de la vida, se comprende más claramente con el paso de los años, cuando llegan la madurez y la experiencia, pero hace falta para eso un nivel de identificación, una asimilación de paradigmas que comienza ineludiblemente en los años de la niñez.
Es imposible convertir cada clase de historia en una obra teatral de tan alto vuelo, pero resulta urgente buscar las estrategias que rompan las barreras de la temporalidad y nos acerquen a ese pretérito maravilloso, que posee nuestra Isla, rico en ejemplos de altruismo y dignidad.
Nunca disfruté más de una clase de historia que cuando veía pasión en un profe.
Cuando percibía expresiones vívidas de conmoción ante lo narrado y descubría en los ojos una emoción sincera, entonces me apegaba a las palabras, las aprehendía y no bastaba el tiempo de un turno. Me sumergía en los libros, en cuanta nota encontrara al respecto para contagiarme de aquello que antes había percibido.
Si por el contrario primaban el mecanicismo y la frialdad, yo era capaz de desconectarme, al punto, de llenar de garabatos la libreta. Muchas veces me creí rara por eso, hasta que, mirando a mi alrededor, entendí que a mis compañeros les pasaba lo mismo. Conclusión: enseñar la historia, contarla para otros requiere de tres cosas, conocimiento lógicamente, pasión y más importante que nada, entendimiento total de que lo narrado no debe pasar inadvertido, no es un cuento superficial, es una parte de la gente, algo que de cierta forma necesitan para vivir, para entender de dónde vienen y hacia dónde van.
A olvidar esa posesión tan valiosa nos conminan quienes quieren privarnos de elegir el camino justo, el verdadero. Es un ataque incesante, que se vale de las más inimaginables artimañas y contra el cual, no hay arma más poderosa que el saber, el entender, el sentir orgullo de lo vivido por un pueblo del que somos parte.
Vivimos tiempos difíciles, donde solo la coraza de los principios, y los más intrínsecos valores éticos y morales puede salvarnos de la vorágine que día a día engulle a la humanidad. ¿Pero cómo lograr que los que ahora van creciendo puedan apropiarse de tales antídotos? Muy simple, pongamos en sus manos cada día un motivo para amar sus raíces y con el paso de los años, nada podrá ensombrecer ese sentimiento.
Volviendo a donde comencé, creo que la lección más hermosa que nos dio La Colmenita, en el aniversario 90 del natalicio de El Elegido, es que la historia está muchas veces envuelta en clichés, y hay que desprenderse de cerradas metodologías para impartirla si queremos que se comprenda en su total dimensión. Una canción, un poema, un trazo alocado en la pizarra, una conversación de cerca, sin distancias jerárquicas entre profesores y alumnos, tal vez se convierta en la clase más hermosa, en esa que se recuerde para siempre y se trastoque después, en una mejor guía para hombres y mujeres de bien.
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Ángel Parra dijo:
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3 de noviembre de 2017
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DANIEL FUENTES ALMAGUER dijo:
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