Hay frases que llevan la marca del discurso en que suelen repetirse.
De decirlas tanto y tan seguido se vuelven automáticas, y aunque socorrerán al orador cada vez que le falte una idea nueva, también se hacen maquinales para la interpretación. Quien escucha, si es siempre el mismo, llegará al punto en que las deje pasar sin detenerse en ellas.
Una cosa es la consigna, pero hasta para usarla hay su momento, sus condiciones, a fin de que surta el efecto deseado, por lo general convocante y movilizador.
Malo es, sin embargo, hacerse la costumbre de usarla en el lenguaje cotidiano, el personalizado, en esa conversación del tú a tú que necesita reproducirse más, por ejemplo, en la comunicación entre el subordinado y el jefe inmediato.
Lamentablemente, hay formas de hablar ante un colectivo obrero, en un matutino, una reunión y hasta frente a la prensa, que han tipificado en el imaginario popular la representación de un «cuadro», del cierto jefe que convierte en discurso toda la oportunidad de conversar, de debatir, escuchar, e incluso razonar y colegiar decisiones producto del diálogo equilibrado, sosegado y franco.
Llegar a comunicarse en estos últimos términos es una de las claves que contribuiría a reducir la brecha entre el «jefe designado» y el «líder necesario»; porque si aspiramos a que un hombre conduzca a otros, sea en el trabajo manual, de la fábrica, del campo, de la prestación de un servicio, de la formación educativa, de la realización cultural, y especialmente la dirección política y la afirmación ideológica, debe contarse con esas capacidades naturales, movilizadoras por excelencia, denominadas comunicación y empatía.
Cuánta falta nos hace desterrar la impersonalidad de ciertas conjugaciones que en el ámbito estrecho del taller, de la cooperativa, el hospital, la escuela y cualquier centro de trabajo, aluden con reiteración a nuestras urgencias cotidianas, laborales, sociales y económicas, en términos que resultan comodines para un discurso, pero incómodamente etéreos en la conversación.
Cuando se discursa, sobre todo ante un auditorio diverso cuyas personas no se dedican necesariamente a lo mismo, hay cierta licencia para echar mano a esas fases generales, exhortativas, que compulsan, a veces contundentes como las consignas.
Lo criticable está en tratar de acomodar esta práctica a cualquier contexto, e insisto en la falta de tacto de quienes abusan de ella en el marco estrecho de un colectivo laboral, en que no funcionan esas alocuciones incorpóreas.
Y si es preciso un ejemplo puntual, acudo a mi ojeriza personal contra ciertas combinaciones de la palabra DEBEMOS, que a ratos aparece de pie y en paños menores frente a un closet de muchas perchas, donde cuelgan esas frases-papalotes, como trajes de igual color y medida: debemos… trabajar más, resolver los problemas, combatir sin descanso, elevar la moral, hacer nuevos esfuerzos, hacer cada cual lo que le toca, no escatimar sacrificio…
No es el sentido de la frase en sí –repito– sino el contexto en que pueda usarse, porque si no estamos sordos ni ciegos, es fácil observar los muchos que en el salón chasquean dientes o ponen cara de resistencia a esa «muela» que perdió la oportunidad de ser conversación y hasta debate.
Logra más la empatía, locomotora de ese arrastrar espontáneo que provocan los líderes verdaderos de grandes o pequeños grupos, tipificados más de una vez en nuestra Isla, desde el ejemplo magnífico de ese cubano hacedor de revoluciones, que estremecía la onu con una contundencia equivalente a la humildad con que hablaba a un cenaguero, hasta el guajiro presidente de una cooperativa que conduce con su ejemplo porque es primero en el surco, a la par que arranca aplausos cuando aborda el problema real de los precios, las cosechas perdidas y el desabastecimiento, con su argot y su franqueza en la Asamblea Nacional.
Para que el diálogo lo sea, las partes deben identificarse en él, encontrar algo de interés que las convoque, aunque haya contradicción, no importa.
Lo desencajado está en que alguien diga las frases de marras por decir algo, para aparentar posturas, para escucharse a sí mismo; porque, la verdad, muy poco sirven para conminar a alcanzar la norma diaria, llegar al final del surco, terminar la cantidad de tornillos con rosca, o empezar el turno gastronómico de una heladería que, después del sermón y mientras el administrador recita en una reunión el plan de ingresos y la disposición del colectivo a «sobrecumplir», en la cancha sirven el agua caliente en mesas sin mantel.


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Julia dijo:
1
4 de agosto de 2017
08:18:00
sergio dijo:
2
4 de agosto de 2017
11:18:31
Andrachi dijo:
3
8 de agosto de 2017
13:21:12
mirian dijo:
4
17 de octubre de 2017
23:08:21
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