
Es el de la palabra un don maravilloso. Expresión sublime del pensamiento, voz categórica del ser, imagen intangible de lo que somos. Viaja en él todo saber sedimentado por los siglos de los siglos, junto a la grandeza de un privilegio que solo nuestra raza tiene sobre la faz de la tierra: la comunicación racional y articulada.
Sin importar el idioma, el medio utilizado para transmitir nuestras ideas, o si lo hacemos a través de señas o braille, siempre serán las palabras el envoltorio, edulcorado o sencillo, de las ideologías, religiones, causas y retos constantes de la humanidad. Sin embargo, no siempre somos capaces de medir su poder ilimitado, la fuerza que desencadenan para bien o para mal, el encanto o decepción que generan pero, sobre todo, la responsabilidad que tenemos todos con nuestras propias palabras.
No será jamás recordado a bien por la historia, ni respetado, ni seguido quien no honre todo aquello que promulga. El pensamiento no es privativo de eruditos, de mentes superdotadas o de líderes naturales, es un ejercicio individual, sustentado en la solidez de nuestra conciencia, de los principios que nos caracterizan. Socializar el resultado de ese acto meramente humano, entraña la responsabilidad de ser consecuentes con cuanto decimos, más allá de nuestras responsabilidades sociales o familiares.
Nada vale el más encendido discurso si no hay detrás de él la voluntad de llevarlo a vías de hecho, de mostrar con la actitud diaria ante la vida cuán creíble es nuestra verdad. Cuando la superficialidad y la mentira minan el verbo, desaparecen el respeto y la confianza, para dar paso a las inseguridades y el desprecio.
No son reconocidos los grandes próceres solo por un pensamiento adelantado a su época, o por la capacidad de construir excelsas valoraciones de su entorno. Lo son en realidad porque mostraron un camino y fueron los primeros en transitarlo.
Dígase Fidel Castro, Ho Chi Minh, Ernesto Guevara, Nelson Mandela y otros nombres imprescindibles, para entender lo que significa unidad de acción y pensamiento, palabras respaldadas por los más nobles actos.
Mucho debemos reflexionar acerca de esto, sobre todo porque vivimos una época en que necesitamos de un decir y un hacer sin diferencias. Desde la célula más básica, la familia, hasta la supervivencia misma de la sociedad en que vivimos, del planeta que compartimos, dependen de esa máxima, e ignorarla representa condenarnos.
Pero no solo a las actitudes se limita la influencia de nuestras expresiones. Nada de lo que decimos pasa inadvertido, aunque creamos que el marco es propicio para ello. Ingenuo quien piense que un vocablo queda flotando en el aire sin promover consecuencia alguna. Las palabras construyen con la misma fuerza que destruyen, movilizan con el mismo poder que desmotivan, pueden unir o desunir sin contemplaciones. La diferencia la hace el ser humano. Aquel que las pronuncia, en el momento justo, tiene el poder de convertirlas en herramientas, para bien o para mal de sí mismo o de los demás.
Hay quienes aseguran que mientras mayores son las posibilidades que facilitan el entendimiento entre las personas, más incomunicados estamos. Eso quizá tenga su raíz en que hemos dejado de lado nuestra capacidad de entender y ser entendidos, de escuchar para ser escuchados, de decir palabras que, parcas o profundas, nacidas del más culto o el menos instruido de los pensamientos, lleven siempre una condición esencial: la sinceridad. De ser así, nos percataremos de que, tras las más simples expresiones, pueden permanecer agazapadas las más profundas verdades.
No podemos darnos el lujo de olvidar que con nuestras palabras fundamos un criterio, tomamos partido, asumimos posiciones o aportamos a la construcción colectiva de «algo», en dependencia del marco en el que nos encontremos. Por eso, hablar también requiere de valor, de libertad y solidez del pensamiento.
Cerremos los ojos por un momento. Imaginemos que nuestro idioma es una inmensa biblioteca donde cada palabra constituye un libro. Nosotros, asumamos el rol de bibliotecarios, apeguémonos al arte de ordenarlas, elegirlas con cuidado, sugerirlas a quienes nos rodean. Por qué si tenemos esa oportunidad, nos decantamos muchas veces por los rugidos y las dentelladas, como si nos invadiera una especie de agotamiento de ser civilizados.
Defiendo el criterio de que cada vocablo que sale de nuestra boca es el más fiel espejo de nuestra alma, el retrato más fidedigno de lo que somos. Preocupémonos entonces por rescatar las palabras que brotan de la espontaneidad, de los más intrínsecos poderes de nuestra inteligencia. No permitamos que mueran las ideas sinceras, asfixiadas en el entramado de ambiciones o deslealtades, de la pérdida de valores, del extenuante batallar diario.
Comunicarnos, expresar solo aquello que verdaderamente sentimos, ser consecuentes con lo que promulgamos, son hoy imperativos de subsistencia. Si hemos olvidado algo de ello, acudamos una vez más a los años de niñez, a los momentos en que escribimos las primeras letras y las oraciones más sencillas, que eran motivo de jolgorio y constante descubrimiento. Siempre es bueno un viaje a la semilla y tal vez, así podamos cambiar la dirección que toma el tronco de los retoños.
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Armando Ramírez Gonzálezz dijo:
1
29 de julio de 2017
11:27:58
sergio dijo:
2
29 de julio de 2017
11:35:42
leonardo dijo:
3
29 de julio de 2017
23:10:19
DIF dijo:
4
30 de julio de 2017
10:25:16
fredy dijo:
5
31 de julio de 2017
11:42:13
Luis Enrique dijo:
6
1 de agosto de 2017
03:55:42
jorge luis dijo:
7
1 de agosto de 2017
14:14:26
Yany dijo:
8
5 de agosto de 2017
13:03:42
ester dijo:
9
6 de agosto de 2017
22:47:49
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