El teléfono sonó a deshora. No sé por qué pensé que nada bueno traía su insistente timbre. Era más temprano que de costumbre, cuando desde la casa llaman al trabajo, casi al caer la tarde, para saber cómo me ha ido en la jornada laboral.
No alcanzó el tiempo para devolver la pregunta de «cómo la han pasado ustedes en casa», porque la voz entrecortada de «mamá» –así llaman en familia a la madre de la niña– reclamaba el regreso urgente ante la persistente fiebre y una erupción en la piel de la pequeña, surgidas repentinamente.
La tarde aplomada abrió paso a un cerrado aguacero, bajo el que, aun en medio de la premura, tomé precauciones al manejar el auto para evitar un accidente que complicaría la situación. Sin embargo, precisamente a mitad del camino el vehículo detuvo su marcha en la Calzada de 10 de Octubre.
Más difícil no podía ser el panorama, apremiado por el tiempo y roto en medio de aquella calle donde el tráfico abruma. La lluvia arreciaba, y mi desesperación ya desbordaba el límite de la cordura, instante en que sin verlo –como salido de la nada– apareció un joven delgado, de unos 30 años, quien obviando el aguacero, me preguntó: «Tío, ¿puedo ayudarlo?».
Su overol azul lo anunciaba como mecánico o algo por el estilo. Le echó un vistazo al motor y pidió que lo esperara unos minutos, solo era cuestión de cruzar la populosa avenida para tratar de resolver el problema. Trajo una correa, como dicen los mecánicos «de medio palo», y la ajustó. Él mismo encendió el automóvil con una sonrisa de aprobación ante lo hecho.
De inmediato le pregunté cuánto le debía, (para mí aquel gesto era de incalculable valor) pero de cualquier manera sentí la obligación de agradecerle. El joven solo señaló con el dedo índice hacia su vivienda, y me solicitó que, únicamente cuando hubiera resuelto el asunto de la niña y el hospital, entonces le llevara la correa de vuelta a su casa.
A la mañana siguiente, tras una madrugada de cuerpo de guardia en el pediátrico de San Miguel del Padrón, enfilé rumbo a la casa del mecánico. No hubo dios que lo convenciera de aceptar un presente. «Si la niña se recupera, como así lo espero, ya me habrá pagado», fue su respuesta solidaria sin dar resquicio a la riposta y mucho menos al olvido.


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