Han pasado más de 50 años y no puedo recordar si era un discurso de Fidel o de Raúl. Lo que sí está claro es que luego de hacerme tipógrafo en los talleres del periódico Hoy, y ya convertido en diseñador con buró propio en la redacción, debía formatear aquel discurso.
Ya lo había hecho varias veces y no era difícil: 20 líneas en máquina de escribir eran iguales a seis pulgadas de plomo. Bastaba con contar, dividir, tomar el cartabón y trazar el esquema gráfico sobre el papel pautado, dejando espacio para un título y la foto de rigor.
Pero a mis 17 años el diablillo de la creación artística me rondaba y se posó tentador en mi oído para preguntarme si iría a repetir lo mismo. Y sin pensarlo dos veces, lleno de inspiración, dividí el discurso en cuatro partes, las encerré en cuadros de corondeles y para que no hubiese confusión les puse un número encima. El cuadro uno y tres quedaban en la cabeza de la página, el dos y el cuatro, abajo, y como guía infalible, varias flechas indicando el rumbo arbitrario que se debía seguir en la lectura.
Esa madrugada me dormí pensando que había revolucionado –en tiempos de Revolución– el arte del diseño.
Blas Roca, que era el director del diario, no estaba esa noche en la redacción y todavía hoy me pregunto cómo aquella página logró pasar los procesos de revisión inherentes a cualquier periódico.
A la tarde siguiente, al abrir las puertas del vestíbulo del antiguo Diario de La Marina, donde radicaba Hoy, la recepcionista me atajó al instante: «Blas, que lo veas urgente».
Él estaba sentado en su buró y su cara afable dejaba apreciar una mezcla de preocupación y desconcierto. Me preguntó por la familia, me comentó algunos de mis escritos en la página deportiva y después, sin apuros, abrió el periódico, que entonces eran páginas enormes.
–¿Y esto? –se me quedó mirando.
–Arte –le respondí rotundo.
Me dijo que mucha gente había llamado al periódico de todas partes, provincias, municipios, pueblos, fábricas y escuelas, dirigentes y obreros y nadie ni entendía, ni lograba leer aquel –por un momento pensé que diría «engendro»– pero respetuoso como era dijo «aporte mío».
Llegó mi turno y me escuchó paciente: yo era un joven creativo y quería hacer cosas diferentes. Revisaba periódicos y revistas de afuera, en esos momentos leía sobre el Futurismo y la Vanguardia; no sé cuántas veces pronuncié las palabras arte y estética y hablé de revolucionar las formas, trascender a Gutenberg, superar lo ya hecho, romper esquemas, «ser diferente, Blas de eso de trata», terminé el alegato como el que concluye una carrera de 100 metros con la medalla de oro al cuello.
Él tenía medio vaso de jugo sobre el buró y lo alzó frente a mis ojos antes de hablar.
–¿Ves este vaso, Rolandito?
–Lo veo, Blas.
–Sirve para sostener el jugo, ¿verdad?
–Exacto, Blas.
–Y si le quito el fondo es un vaso diferente –me incitó a seguirlo.
–¡De eso se trata, Blas, de ser creativo, de ser diferente!
–Pero si le quito el fondo, el juguito se sale, Rolandito, se sale porque deja de ser un vaso.
Hubo un silencio absoluto, miradas, y la comprensión mutua de que cualquier otra palabra sería innecesaria. Se levantó, me acompañó hasta la puerta con el brazo sobre mi hombro y al cerrarla seguí siendo periodista.
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Almir Ulises Mestre León dijo:
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5 de mayo de 2017
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piensacorazón dijo:
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