Cuando debiera estar en la escuela, las fiestas o haciendo planes para el verano, le ha tocado el hospital. Hace ya un mes que no ve el sol porque la salud le juega una de las suyas y debe recibir un embate feroz de medicamentos para ponerle fin a la enfermedad que a sus 18 años se le ha enseñoreado.
No es su madre la que está en el hospital, su madre, que como una hormiga prepara jugos, almuerzos y comidas interminables para llevarlas en tiempo a la sala; su madre, que no la abandonó un solo instante hasta que una gripe fuerte la obligó a apartarse de la nena para evitar que la pescara, ahora que su cuerpo frágil no puede darse el lujo de acatarrarse.
No hubo nada que discutir: el padre, que no faltaba una sola tarde a verla asumió la total custodia. Un padre que no vive ya con ella, pero es de los que sabe que posibles rupturas de parejas no implican el divorcio con los frutos que les nacieron un día.
Ahí está hace ya más de dos semanas, preso voluntario del cuarto del centro hospitalario donde la muchacha es atendida. Pendiente de los medicamentos, alcanzando toallas, vasos, agua…, preguntando una y otra vez qué quiere, si prefiere tomar un jugo o un yogurt, si lo dejará para más tarde, si es preciso poner otra colcha porque el frío del lugar es crudo, y si de él depende ella no será dañada ni por el pétalo de una rosa.
A las preocupaciones propias de la situación se sobrepone, y muestra a todos su mejor cara, que afeita cada mañana allí, a donde se ha ido a vivir mientras sea necesario. La ocasión le permite descubrir lo linda que está su niña que se ha convertido en mujer y que hace tan poco llevaba de la mano los domingos, o le compraba confituras para endulzarle la edad. La mira largo, pero ella no alcanzará a ver una sola de las lágrimas que la emoción de contemplarla dormida, con su bracito pinchado por las agujas salvadoras, le provoca.
A la hora de comer insiste para que deje el plato vacío. Mucho se cuida la higiene de las manos para sostenerla impecablemente y es quien la acompaña al baño, sin esas tontas reservas que por absurdas que parezcan a algunos subyugan.
Ahora que duerme, debe dar el parte emocional a la madre que desde el amanecer prepara el próximo envío, envolviendo cosas, doblando paños, nutriendo la esperanza de que un día más avance hacia la mejoría. “Descansa lo más que puedas, y no te preocupes, nuestra princesa va p’alante”, lee, en un móvil que lleva en el bolsillo para no estar desatenta a cualquier pedido.
Ella sabe que la “flor” ahora débil está en buenas manos, que a nadie mejor que a él puede confiar el cuidado de su hijita. Sabe a quien le ha dejado cumplir esa encomienda a la que solo por no dañarla está renunciando. Lo sabe, como también, que padre no es cualquiera —aunque los haya que se pierdan ese afecto innombrable que despierta serlo—, que un padre y una madre pueden entregar lo mismo…., que este es uno de los tantísimos que bajarían el sol con sus manos para ponerlo en el lecho donde duerme su hijo.
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17 de junio de 2016
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