El 2004 nos pintó de rojo las aulas a los profesores de la Escuela Nacional de Cuadros de la UJC. No hubo demasiado tiempo para acostumbrarnos a la idea de que el alumnado común, proveniente de todas las provincias del país, nos cambiaría de la noche a la mañana. Si bien por años el claustro había graduado de diferentes tipos de cursos a los jóvenes dirigentes cubanos, la orden de pronto era otra: preparar a los integrantes del Frente Francisco de Miranda, de Venezuela, que llegaban desde el sur americano para adiestrarse metodológicamente en materia de dirección.
Con aspecto de marea escarlata, a juzgar por el color de sus “franelas” —como les llamaban a los pullovers que usaban como uniforme— podía verse permanentemente el espacio comprendido por la escuela, que a solo 48 horas de haberles comunicado a sus maestros cuál era su inminente misión, se extendía como una área abrazada por una solidaridad que nadie se atrevería a negarle al de al lado.
Todo era nuevo para quienes estábamos protagonizando ese ejercicio de integración latinoamericana, centrado en los hijos de la patria de Bolívar, cuyo espíritu se agitó entonces más que nunca en la Isla por las constantes alusiones a su pensamiento en clases, charlas y hasta en las que podían parecer más informales.
Las horas de entrega se extendían muchas veces hasta la madrugada para acompañarlos en iniciativas que preparaban llenos de entusiasmo para el siguiente día y muchos domingos pasamos lejos de nuestras familias para compartir junto a ellos las emociones de oír al comandante Hugo Chávez en su esperado Aló presidente, orientando, educando, conduciendo a un pueblo que ya no podía tener otro destino que su nuevo e ingente proyecto de justicia social.
Ni uno solo de los maestros dejó de hacer lo que en ese momento fue preciso, desde la apremiada preparación de los contenidos que había que hacer “aterrizar” en la realidad venezolana más inmediata, hasta aprendernos en un brevísimo tiempo el resonante himno del bravo pueblo que cantábamos junto a ellos al inicio de cada jornada, mientras se nos hacía también nuestro por la sugestiva carga humana de su mensaje.
Allí, en la capitalina escuela Julio Antonio Mella, les hicimos saber más de Cuba, de esa hermana islita de la que tal vez algún desinformado o malintencionado osó hablarles mal, de esas magnánimas bondades de un país sin muchos recursos, pero millonario en el arte de compartir siempre lo que tiene al que corre peor suerte.
Allí muchos se enteraron de enfermedades que padecían y ni siquiera sospechaban. Y si alguno tuvo que pasar días hospitalizado fueron las manos de los maestros cubanos las que les alcanzaron el medicamento o el termómetro.
Valía, valió la pena. Miles de jóvenes inteligentes, dispuestos a tomar de nosotros lo mejor que les pudiéramos dar, vehementes en el trabajo, el estudio, o a la hora de dramatizar en matutinos escenas de las misiones creadas por su comandante en la nueva Venezuela, agradecían con una sonrisa cálida todo gesto cubano y procuraban dejar bien amarradas las señas de sus nuevos amigos para que las letras de un correo, o la llamada telefónica pudieran sostener después de la partida lo que aquí habían hallado.
No solo los más jóvenes, aunque eran mayoría, integraron el Frente. También madres y padres de familia engrosaron la larga lista de este grupo que pretendió en su momento hacer más efectiva la ejecución del trabajo social, de altísima prioridad para el Gobierno revolucionario de Venezuela.
Una de esas mujeres a la que se le iluminaba la cara cuando hablaba de Chávez, ya no está en el mundo, pero me consta que supo desde entonces abrir los ojos a sus pequeñas, hoy dos jovencitas, para que supieran mirar con imperioso tino de qué lado había que estar para que la riqueza de su tierra sirviera de beneplácito a sus hijos, y no para quienes se han hecho siempre la boca agua creyendo que por medio de la fuerza podrán arrebatársela a sus únicos herederos.
A más de diez años de esas experiencias con las que también se acrecentó nuestra talla humana, pienso en ellos, en esos estudiantes que sin haber fundado un hogar aún vinieron esperanzados a Cuba para ver con sus ojos nuestra realidad, humilde pero asombrosa en sus conquistas, que no siempre podían comprender.
Hoy, cuando Venezuela vive momentos definitivos, no solo los pienso, sino los sé del lado del presidente Maduro, en quien confió siempre Chávez. Los imagino ahora guiando a sus hijos, explicándoles con la sensatez de los que no se dejan engañar dónde está la verdad, y qué es lo que quieren de Venezuela los que pretenden borrar de la faz de alma latinoamericana las imágenes sagradas de Bolívar y del Arañero. Aquellas caras no mentían. Yo sé que es así.
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Orlandob dijo:
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15 de enero de 2016
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