
Los dispositivos de reproducción de audiovisuales cada vez más pequeños vinieron a colmarnos de sonidos el cerebro, a nublarnos los sentidos y darnos una perspectiva diferente del paisaje que va pasando ante nuestros ojos. En esos instantes hasta se descubren fragmentos desconocidos en canciones escuchadas infinidad de veces.
Si la ventilación escasea, da lo mismo de pie en un “P” habanero o igual de apretujado en un banco de hierro de un camión particular por una carretera cualquiera, cada vez más gente opta por colocarse sus audífonos y concentrarse en la música o el video clip de su preferencia. Vale igual si es un tema de rock, una ranchera de los Tigres del Norte, o una balada de Marco Antonio Solís. Cualquier cosa se siente mejor que reparar en el sudor (propio o ajeno) los olores (o emanaciones innombrables también) y las charlas aburridas plagadas de leyendas de guapería de barrio.
Si el ritmo es “movidito” nos quita el sueño, los más clásicos nos sirven para encontrar la belleza en los árboles o las luces que pasan si es de noche, puede que hasta nos evoquen un filme, como me ocurre cada vez que escucho a los Rascal Flatts con su Life Is a Highway.
El lado oscuro de esa enajenación auditiva les llega en quienes miran hacia otro lado si, logrado un preciado asiento, sube al vehículo una mujer embarazada, un anciano o alguien cargando a un niño. Siempre podrán adormecer sus conciencias diciéndose que, como estaban absortos en su música, no escucharon o vieron los reclamos del resto para que cedieran su puesto a los más necesitados.
Volverse hacia los sonidos internos, casi de esquizofrénico, nos aleja de las mil y una historias alucinantes que se escuchan en el transporte público y que de cierta manera nos hacen compartir la vida de nuestros compatriotas. Como aquel hombre que relataba una persecución por tres municipios distintos, durmiendo en cualquier lugar, siguiéndoles pista a los ladrones de su caballo. “Yo los cojo”, repetía una y otra vez. O por el contrario celebrar el éxito del prójimo aunque sea disfrutando las ocurrencias de un niño.
Y no es vivir pendiente de la vida de los demás, pero la enajenación tecnológica termina por separarnos de nuestros semejantes volviéndonos una especie de zombis que van por la vida hablándose a sí mismos; por más que dentro de un ómnibus, un camión o un “almendrón”, el calor esté a punto de hacernos perder el juicio.
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Barbaritica dijo:
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2 de octubre de 2015
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FASV dijo:
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Orlando dijo:
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Antonio Vera Blanco dijo:
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Michel Ramirez Rosa dijo:
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claudia dijo:
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