
Privadamente público. Bien pudo ser ese el título de este comentario, con la licencia del espacio televisivo de igual nombre. Solo que preferí prescindir de analogías a priori y hacer un close-up a un tema de suelas gastadas, por tanto andar en la palestra social cubana, y lejanamente resuelto: el irrespeto a la privacidad, en sus múltiples dimensiones.
En un primer paréntesis propongo asimilar el concepto de privacidad desde dos vertientes: una, como espacio físico y, la otra, como espacio espiritual o virtual.
Abriendo camino en la comprensión de la acepción inicial (espacio físico), invito a comenzar por el eslabón primario de la sociedad, allí donde se cultiva el respeto en su variedad de bifurcaciones: la familia. Y es que la casa, cuando de privacidad hablamos, es el escenario más inmediato en el que se entroncan intereses y se entronizan límites ¿geográficos?
Temática dinamitada por la complejidad de otra realidad objetiva que le sirve de trasfondo. El no contar, en tanto nación, con un patrimonio habitacional suficiente para ofertar inmuebles a las familias, a través de disímiles mecanismos; el limitado poder adquisitivo de la mayoría de los cubanos trabajadores, casi como regla; y las restricciones generadas por el bloqueo económico made in USA, se han traducido por años en un aborto espontáneo de numerosas iniciativas estatales y personales en la conquista de una bandera del refranero popular: “todo el que se casa, es porque casa quiere”. Y ello incluye al que sin contraer matrimonio, también aspira a un techo propio.
De los subtemas que de aquí se derivan podríamos llenar toda la edición del viernes, pero no quisiera invisibilizar al menos una: el desplazamiento virtual de algunos miembros del núcleo familiar por sus recortados ingresos, el factor etario o la capacidad físico-mental.
De ahí, centramos cámaras y luces en mantener ese protocolo de respeto a la intimidad en los servicios médicos, pues en el afán de resolver nuestros problemas como pacientes, nos olvidamos de que dentro de la consulta hay otra persona, con preocupaciones similares, a quien tal vez se le hace difícil abrir ciertas gavetas de su vida ante el profesional de la salud que lo atiende; por lo que la menor interrupción podría bloquear el rapport necesario para un ulterior diagnóstico. ¿Se imagina este (mal) ejemplo en una consulta ginecológica o prostática?
Otro ángulo del tema —alejándonos del espectro físico— es la dimensión tecnológica. Sí, porque el despliegue de las tecnologías de la información y las comunicaciones, lejos de escapar al fenómeno, hiperboliza los riesgos de reproducir automáticamente patrones de conducta, estandariza estereotipos de la industria cultural y reduce la estética colectiva al gusto individual, cual virus informático.
No solo se trata del ciberespionaje, incluso detalles aparentemente más simples, si bien atropellan igualmente la armonía de las relaciones. El compartir contenidos en cadena, etiquetando personas a lo largo y ancho de las redes sociales, sin tener en cuenta los intereses del otro, es una fehaciente fotografía del desmontaje virtual de códigos básicos de convivencia e interacción, soportado en la intrusión extrema y la falta de sentido común. O el mismo caramelo, pero con otra envoltura: homogeneizar valores en los que mi privacidad sucumbe ante un maratón público de “liked” virtuales.
Ello sin excluir en la escuela o en el centro de trabajo cuando algún colega husmea en sus cosas “solo por curiosidad”, le pregunta al que está al otro lado del teléfono, más allá de la cortesía, “de parte de quién” y juega a Sherlock Holmes; o en casa, cuando sus padres o su pareja quieren seguir la pista de SMS y llamadas recientes en su celular.
Del entorno social, ni hablar del obsceno “repello” en los autobuses, o de los chismes dirigidos quizá a una sola persona pero compartidos con todos los pasajeros… También se suma al ajiaco la pretensión universal de hacer de la vida de figuras públicas un teleplay de suposiciones y azuzar el fuego de la teoría del rumor. En fin, la historia de nunca acabar.
A esa controversial sazón, se agrega un ingrediente sustancial: el déficit de un cuerpo legal centrado específicamente en este ítem, con jerarquía de ley, que contemple todas las dimensiones del problema y establezca un marco sancionador con medidas severas, a fin de enderezar —a buen recaudo— las torceduras que no pudieron cauterizarse en la casa, en el aula o en cualquier otro escenario definitorio.
Si tuviera que clasificarlos en las arcaicas etiquetas de bueno y malo, diría que los límites —entendidos no como los obstáculos que impiden hacer algo deseado, sino digeridos como lindes humanos de respeto social, codificados por el propio individuo para regular el acceso a su privacy—– son buenos. De un modo más específico, resultan ineludibles para llegar a entender que donde terminan mis límites, comienzan los tuyos y donde acaban estos, inician los de otros. Un titular de cabecera para borrar de cuajo las muecas áridas de la invasión a la intimidad.
En ese cráter de cráteres, que es el irrespeto a la privacidad, mucho se puede trabajar desde la comunicación y el establecimiento de códigos comunes para hablar todos en un mismo lenguaje y suplir así carencias de matices económicos, jurídicos o de cualquier naturaleza. Justo porque es en el plato de la comunicación donde se cuecen y sirven, al unísono, las soluciones pacíficas y negociadas a los problemas que los hombres y mujeres enfrentamos hoy, y que nosotros mismos creamos desde siempre. Lo demás, la moda de la justificación anticipada, es pura cosmética y cultiva sus escuálidos argumentos en tierras infértiles.


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Ana dijo:
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19 de junio de 2015
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Rosa dijo:
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19 de junio de 2015
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Norma Elena dijo:
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19 de junio de 2015
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19 de junio de 2015
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Macambusio dijo:
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la gallega dijo:
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Francisco dijo:
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er incurto dijo:
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edel yovanni dijo:
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24 de junio de 2015
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