Lejanos están los días en los que directores de cine llegaban a una filmación con la novela que pretendían adaptar debajo del brazo y rodaban arrancando hojas y extrayendo de ellas lo que consideraban más sustancioso.
Nada de guiones en aquellos inicios del silente, en que buena parte de la narración se excluía de una trama fílmica de escasos rollos.
Transcurridos los años, las adaptaciones se fueron perfeccionando y hoy día toda novela exitosa tiene detrás un enjambre de productores interesados en llevarla a las pantallas.
Guionistas de primera, altos presupuestos, eficiente reconstrucción de época y, sin embargo, aspectos interesantes del libro siguen quedando fuera, principalmente por el factor tiempo-metraje que condiciona a los realizadores.
Ello hace que, por lo general, los buenos lectores de novelas queden insatisfechos con las versiones cinematográficas. Lo cual no quita para que el cine siga adaptando temas literarios, porque muchos que no leen —cada vez más, por desgracia— disfrutan de buenas historias, gracias a los libros a los que no fueron capaces de llegar.
Loable el empeño de llevar cada vez más a nuestras escuelas el audiovisual de ficción como medio de aprendizaje, y no como síntesis en imágenes de lo que necesariamente debe ser leído.
Hace unos meses, varios alumnos de secundaria me solicitaron el filme de Rebeca Chávez, Ciudad en rojo, que habla de la lucha insurreccional en Santiago de Cuba contra la dictadura de Batista. En la escuela lo habían visto, pero querían volver a verlo en la tranquilidad de la casa.
Lo que no me dijeron es que el interés de pasarles el filme había sido como complemento a la novela Bertillón 166, de Soler Puig, obra que el libro de Español recomienda a los alumnos leer y que ninguno de ellos leyó, entre otras razones por el poco hábito, y porque encontrar la novela no resulta fácil.
Los muchachos pensaron, sin embargo, que con Ciudad en rojo quedarían pertrechados para hablar de Bertillón 166, que como saben los que conocen la película, no es exactamente la novela, sino una versión inspirada en ella.
De ahí que cuando en un reciente examen de Español del último año de Secundaria un párrafo de Bertillón 166 salió a relucir en un análisis, no faltaron miradas de abatimiento, porque “aquello” que estaba en letras, no aparecía en la película, lo cual lleva a recordar a los cuatro vientos que las obras literarias tienen vida propia y los filmes (aunque se inspiren en ellas) también.
La incorporación del audiovisual de ficción a las escuelas como vehículo idóneo del conocimiento no solo histórico-social, sino igualmente artístico, conlleva un reto mayor para maestros y alumnos, principalmente en una edad tempranera en que lo que se ve, suele fijarse más de lo que (¿por obligación?) se lee.
Pero si tal empeño se hace con inteligencia y tratando de estimular en los alumnos las debidas comparaciones y análisis entre cine y texto, el resultado —además de inmejorable como fomentación del hábito de leer— puede ser extraordinario, tanto para la educación como para la cultura.
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