Tuve la dicha de tener muy buenos maestros de historia. A mi mente vienen ahora Hipólito Brito, Juan Martí, Héctor Bosch y Horacio Díaz, entre otros, quienes con sus brillantes disertaciones me enseñaron a amar y a querer esta tierra heroica.
Sus disertaciones siempre fueron una lección de sabiduría. Cuando hablaban de Maceo, poco les faltaba para montarse a caballo y blandir el machete en plena clase. Y si de Martí se trataba, recuerdo que lo describían como el hombre que fue capaz de conquistar el corazón de la niña de Guatemala y de Blanquita Montalvo, y también de decirle al mismísimo Máximo Gómez “un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”.
Al hablar de Frank País García, les temblaba la barbilla para narrar, tanto sus proezas en la dirección de la lucha clandestina como la pasión que sentía el joven santiaguero por América Domitro, la novia que tanto quiso.
Mas, no todos los profesores imparten la asignatura con igual ardor y responsabilidad porque no siempre logran combinar la fórmula conocimientos y sentimientos. Por los muchachos del barrio he podido comprobar muchísimas veces, que sus clases no aparecen por ninguna parte el hombre o la mujer, con sus defectos y virtudes, que hay detrás de los sucesos narrados.
Y es que la historia, como me la enseñaron a mí, es la anécdota, el relato, la narración y el análisis profundo de los hechos, a partir de la actuación de sus protagonistas. “¡Y todo el que sirvió es sagrado! El que puso el pie en la guerra; el que armó un cubano de su bolsa; el que quiso la Revolución de buena fe, y le sacrificó su porvenir y su fortuna, ya lleva un sello sobre el rostro, y un centelleo en los ojos que ni su misma ignominia le pudiera borrar luego”, dijo Martí, al referirse a los héroes de la Guerra Grande, una lección que trasciende aquel contexto y resulta de utilidad para todos los tiempos.
Precisamente, esos son los héroes que yo prefiero, hechos de carne y hueso como Mariano Martí, quien a pesar de su rudeza, supo abrazarse llorando a los pies ensangrentados de su hijo que arrastraba cadenas y grilletes en las canteras de San Lázaro, o el padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes, capaz de expresar, cuando los españoles lo conminaron a deponer las armas a cambio de la vida de su retoño: “¡Oscar no es mi único hijo, yo soy el padre de todos los cubanos!”. Esa es la historia y nadie tiene derecho a cambiarla.
Y también hay que hablar más de otros titanes cercanos, de los cuales tenemos por cientos al doblar de la esquina, en la cuadra, la finca, la escuela o el centro científico. O es que acaso quienes pelearon en Girón, o realizaron la Campaña de Alfabetización no hicieron una heroicidad. Y los miles de cubanos que han cumplido misión internacionalista, qué son si no héroes anónimos.
Por qué no contar con ellos, acercarlos a las escuelas, a los más jóvenes para que les narren sus proezas y sufrimientos en Angola o Etiopía; las vicisitudes vividas durante el terremoto en Pakistán o el combate al ébola. Al no hacerlo perdemos una oportunidad para formar valores e incentivar la cubanía.
Como dijo José Martí al poeta José Joaquín Palma: “Nosotros tenemos héroes que eternizar, heroínas que enaltecer, admirables pujanzas que encomiar…”.


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Rene' dijo:
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