Durante años llevé en la sangre las imágenes de las películas del oeste, esos viejos western delante de los cuales todavía detengo el paso dispuesto a identificar escenas y actores bien recordados.
Espejo por delante desenfundé cientos de veces mi revólver de fulminantes —la cartuchera amarrada a un muslo—, una práctica sistemática que me hizo creer que en cualquier duelo en la calle central del pueblo, bien pudiera darle una mano a John Wayne, Gary Cooper o Randolph Scott, mis favoritos, frente a los malhechores de siempre que azotaban la comarca.
Vaqueros duros y de curtidos rostros, cabalgando por praderas y desiertos, muy lejos de parecerse a los cowboys cantantes de camisas policromas (Gene Autry, Roy Rogers, Warner Baxter como el Cisco Kid) para quienes, ¡horror!, la guitarra era más importante que el revólver.
Vaqueros dispuestos a entrar sin armas en un campamento comanche, vencer cuchillo en mano al renegado de la tribu, y de contra, ligarse con la hija del cacique, vaqueros monosilábicos y —hoy lo comprendo— arquetípicos de los pies a la cabeza.
Al paso del tiempo comprendí que si bien nunca tendría un caballo, sí podía aspirar al menos a un sombrero como los que llevaban mis héroes.
Era 1960, tenía 15 años, había empezado a trabajar y poco a poco ahorré los 20 pesos que costaban los sombreros tejanos legítimos, de puro fieltro, que vendían en una tienda de Belascoaín, próxima a la casa de mi abuela.
En tanto mi fortuna se acrecentaba, pasaba por la tienda y me detenía largo rato viendo los sombreros en vidriera. Los había de diferentes estilos y colores y contaba los días que me faltaban para ladearme uno de ellos sobre la frente y parecerme a los héroes de Solo ante el peligro y Río Bravo.
Gentiles —yo había entrado mostrando mi billete de veinte para que se me respetara— el dueño de la tienda y un empleado hicieron desfilar sobre mi cabeza cuanto sombrero alineaba en los anaqueles. Según aseguraban, el negro con tiras en la copa hacía parecerme a James Stewart, el blanco jaspeado, a Gary Cooper, y así una lista interminable en la que no faltaron comparaciones con Bronco Hill, Tom Mix y Tim McCoy que, por provenir del silente, nada me decían.
Cada sombrero era una exaltación a mi figura para que soltara el billete, pero el muchachito que, sintiéndose cada vez más ridículo, se miraba en el espejo, enclenque a morirse, la cara presa del acné, ojeroso a causa del asma y las largas madrugadas en la imprenta, el muchachito de cabeza, frente y hasta nariz perdidas bajo aquellas montañas de tela, no tardó en comprender que no habría sombrero de cowboy en el mundo capaz de convertirlo en lo que no era.
Quizá fue la primera vez que estuve cercano a comprender que cine, sueño y realidad podían ser cosas muy diferentes.
Entonces me viré hacia los ya exhaustos vendedores y poniendo mi mejor voz les pregunté:
—¿Y gorras no tienen?
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