Entre esos calificativos que recaen con fuerza en la caracterización del cubano está, sin dudas, la de ser superlativamente limpio. El individuo nacido en esta tierra es, por lo general, jovial, trabajador, campechano… y celosamente cuidadoso de la higiene de su casa y de su apariencia personal.
Tal vez entre nosotros mismos, y apuntando a ciertas individualidades, lleguemos a creer que no es tan así, sin embargo, basta que personas de otros puntos del mundo nos visiten para reparar en el esmero de las cubanas para salir a la calle —o hasta para permanecer en casa—, en el desvelo por mantener bonito el nido familiar, en la energía que con gusto se derrocha para que belleza y aseo sean yuntas de sus hogares.
Los motivos sobran para embullarnos y echar mano a una pinturita y retocar aquí y allá para que la casa luzca esplendorosa. Da igual si se trata de esperar un nuevo año, recibir a un familiar que hace tiempo no vemos, o hasta para festejar un cumpleaños. El caso es que la limpieza resulta de altísima prioridad especialmente para nosotras las mujeres que somos felices teniendo a nuestro alcance detergentes, desincrustantes, frazadas y agua abundante.
Amantes como somos de estos detalles tiene que resultarnos frustrante que desgraciadamente para muchos la maravilla del orden y las buenas maneras acaban en la puerta de su vivienda. De no ser así no sería agresivamente triste el paisaje que fundamentalmente en la capital —considerada recientemente una de las urbes maravilla del planeta— estamos obligados a ver todos los que nos paseamos día a día por sus más céntricas arterias.
¿Cómo es posible que ciudadanos con estas marcadas características hayan podido convertir la hermosa Habana en un basurero colectivo? ¿Cuándo sucedió que los que tiran sin dolor papeles, cartuchos, restos de comida que no acabaron de consumir… superaron con creces a los que llevamos en los bolsos algún papel emburujadito, antes de tirarlo al desprecio como si al hacerlo una mano mágica lo fuera a recoger o se desintegrara al tocar el suelo?
Lo peor es que quienes con más rigor critican la suciedad y con más desdén hablan del estado insalubre que muestran no pocas áreas habaneras, son los primeros que tiran al aire lo inservible sin que la indolencia les duela en lo absoluto.
No hablamos de la situación de los basureros y toda la gama de sucesos que ello entraña —desde las lomas interminables de basura hasta la indisciplina de individuos inescrupulosos que virando el contenedor de desechos arrancan sus ruedas, o de los que vierten en ellos escombros para lo cual no están situados— sino de esas mismas personas que tal vez amantes de un hogar rebosante de pulcritud, hacen fuera de ese entorno lo que allí jamás harían, como si no fuera toda la ciudad la extensión misma de su vivienda.
Suceden estos hechos con natural cotidianidad en la capital de todos los cubanos, que ¡por suerte! no comparten quienes no la habitan. Basta llegarnos a cualquiera de nuestros pueblos o ciudades del interior del país para presenciar una estampa tan diferente que a los capitalinos nos hace asombrarnos como si tal orden supusiera soñar con lo imposible.
Sobran los que achacan estas estampas a la falta de cestos en la mayoría de los espacios, o los que evadiendo cómodamente la responsabilidad, echan pestes de la carencia de personal para barrer parques y ciudades. Lo triste es que ocurre hasta en calles acabadas de barrer, irrespetando con cinismo el trabajo ajeno. Es frecuente hallarlas en lugares poblados de papeleras vergonzosamente burladas, tal como sucede en el parque Fe del Valle, del municipio de Centro Habana.
A muchos —si es que lo hacen— cuesta pensar que su papelito no afectará el entorno, que su gota no colmará la copa y lo mismo lanzan el envoltorio al caminar, que desde un balcón hogareño o por la ventanilla de un ómnibus. Lo peor es cuando se ve a los adultos, apurados en su carrera cotidiana, pasarle al pequeño por la boca un papel sanitario, o quitarle de las manos el nailon de las galleticas que acabó de consumir y lanzarlo al aire como rosas al viento.
Multas y decretos establecidos que apenas se ejecutan sería una solución momentánea, pues solo funcionaría mientras el cobrador estuviera presente. De cualquier manera hasta podría pensarse que es este el único modo de detener el perjuicio. Pero el daño cala más adentro.
Un eterno reciclaje son las malas y buenas costumbres porque entrañan la postura de un hábito. Los que hoy conspiran contra la hermosura de la ciudad humillando su lecho posiblemente fueron de los que no vieron nunca a sus padres llegar a casa con las manos ocupadas con algo que debían echar a la basura.


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Manolon dijo:
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13 de febrero de 2015
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Orlando dijo:
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13 de febrero de 2015
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Dra en Ciencias Maria de los Angeles Gomez Rodríguez dijo:
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13 de febrero de 2015
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Dr en Ciencias Ocultas Kimbolo Garcia dijo:
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Williams dijo:
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P350 dijo:
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Carlos de New York City dijo:
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Jose Luis dijo:
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Carlos de New York City dijo:
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Carlos de New York City dijo:
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Carlos de New York City dijo:
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Tati dijo:
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Rolando dijo:
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Pepito de Cacocum dijo:
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16 de febrero de 2015
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