
No vamos a revelar la clave del secreto universal si aseguramos que una buena parte de la población cubana, sobre todo jóvenes, se han decantado por productos de dudosa reputación que nada aportan a la edificación de un universo cultural amplio, a la creación de un pensamiento crítico hacia el entorno que los rodea y al tan nombrado crecimiento espiritual.
Lo peor de todo es que cuando arriben a la adultez y miren hacia el pasado no llevarán sobre sus espaldas referentes culturales propios que les permitan descifrar el mundo en toda su complejidad y apoyar su filosofía de vida sobre auténticos valores humanos.
La llamada pérdida de valores es un fenómeno altamente complejo que viene atenazando la cultura y la sociedad cubanas en los últimos años, incluso ha ocupado el centro de atención en congresos de la Uneac, de la Asociación Hermanos Saíz, y de encuentros de dirigentes del gobierno cubano con los jóvenes, donde se han diseñado estrategias para tratar de encontrar mecanismos que contribuyan al diseño de un universo simbólico propio que frene el culto a patrones negativos como la degradación de la figura de la mujer, el culto a un consumismo desmedido, el individualismo y la adopción de formas de vida en las que solo importamos según la cantidad de efectivo que llevemos en el bolsillo.
Los mencionados eventos y debates han sido, hay que decirlo, bastante provechosos porque han permitido escuchar voces críticas y honestas de todas las provincias del país (algo que no se ve todos los días), que apuestan por impulsar obras de notable valía creativa y darles vida a proyectos que otorguen nuevos sentidos simbólicos al consumo artístico entre los jóvenes. Pero evidentemente hay algo que falla cuando se lleva a la práctica el resultado de esos encuentros a los que, además, se destinan una gran cantidad de recursos. Porque... ¿cómo se explica que en centros culturales controlados por el Estado se acepten y promuevan figuras cuyo discurso artístico va en contra de la propia política cultural?
El hecho es que en los últimos días de fin de año me dejé caer con unos amigos un sábado por la matinée de La Maison, un centro, por demás, de alta reputación en el circuito del entretenimiento habanero. Llegamos a ciegas por la instalación en busca en algo que valiera la pena para celebrar el cumpleaños 30 de uno de nuestros compañeros de la Universidad. Y confieso que cuando empezó el espectáculo tuvimos la certeza de que íbamos a perder la tarde, y lo peor de todo, el cover de la entrada. La oferta en cuestión era un espectáculo de un cantante de reguetón que no reunía los ingredientes mínimos para ubicarse en la programación que debía caracterizar ese centro.
El cantante basaba su performance en la interpretación de versiones de otros intérpretes de reguetón bien conocidos entre un amplio sector de la juventud cubana y acompañado, según él, de las bailarinas de Baby Lorens, repetía los mismos estribillos de siempre con que varios de sus colegas valoran a la mujer como un objeto sexual y proclaman a los cuatro vientos que ellos son algo así como los dueños de todo lo que se mueva en cuanto a fiestas en los círculos habaneros; y para colmo, el intérprete de marras, por sus condiciones vocales, parecía que se había ido de juerga desde la noche anterior hasta poco antes del “concierto”.
Lo cierto es que de acuerdo con la experiencia de ese día, los funcionarios de La Maison deben mostrar mayor originalidad e inteligencia a la hora de preparar su programación y las personas encargadas de valorar las propuestas de centros como este, tienen que estar más preparadas cuando decidan salir al terreno para desarrollar su trabajo. Porque, además, esa falta de congruencia no existe solamente en dicho centro, pero eso sería carne para otro comentario.
Por lo pronto, hay que velar porque los congresos y las reuniones maratónicas no se conviertan en un grito al vacío y las ideas que se recogen en sus intervenciones lleguen a tener una feliz aplicación práctica.


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Hilda Fernandez Coste dijo:
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16 de enero de 2015
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Yusimí dijo:
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