El hombre casi logra convencerme con su cara de perro triste. Me sujetó el antebrazo, arqueó las cejas con un rictus de desespero y colocó el cartón con las chapitas frente a mí. No profirió palabra alguna, no fue agresivo, no dijo: “Niña, ven y juega, apuesta algo”; sino que se limitó a mirarme con esa expresión de mendicidad que siempre, o casi siempre, termina conmoviéndome.
A punto ya de regalarle al menos cinco pesos, de apostar a que la semillita estaría bajo la chapa derecha aun cuando yo sabía que la tendría escondida bajo la uña; a punto ya de consumar mi obra de caridad del sábado, apareció otro hombre, mucho más joven —tanto y tan fuerte que más bien parecía estibador de puerto—, y se coló sin pudor en mi proceso de estafa voluntaria y consensuada.
“Oye, pero todavía en Santa Clara la gente pierde dinero en las chapitas. Qué viejo es ese golpe, compadre. Mira, mima, él ahora deja que tú ganes al principio, que te embulles, y al final te quita hasta la cadena de oro. Si quieres apuesta ahora, mira, pon dinero para que tú veas, después te sales”.
Y me salí, no tanto por haberme arrepentido de regalarle cinco pesos a un pobre hombre, como por la algarabía y el desparpajo de su compinche, por el cinismo con que intentaba hacerme pasar por boba. Como si todo el mundo no supiera que venían juntos; como si todos los boteros, merolicos y pasajeros que a esa hora de la mañana presenciaban la escena en la llamada “piquera de las máquinas” no estuvieran aburridos de ser timados.
Mientras esperaba a que saliera el almendrón de turno rumbo a Sagua la Grande, tuve tiempo de observar cómo fingían desconocerse, cómo a ratos se alejaban y, también a ratos, se unían para acosar a alguna anciana despistada.
Mirándolos campear por su respeto recordé a los carteristas habituales de la terminal de ómnibus, que a fuerza de operar en las mismas colas podrían sacar licencia de ladrón por cuenta propia; y a los revendedores de cerveza de los carnavales, que le compran las cajas al Estado y luego le exprimen a Liborio cinco pesos más. Nada que los inspectores, si realmente inspeccionaran, no pudieran atajar.
Una vez camino a Sagua, el botero relató, con habilidad de narrador oral, las historias más inverosímiles sobre el dúo de embaucadores: que si vienen a la piquera un día sí y otro no, que si le ganaron una laptop a un paquistaní estudiante de Medicina, que si un guajiro llegó una tarde buscándolos con un machete, que si provocaron una riña tumultuaria porque cierto deportista de alto rendimiento no les quiso pagar…
Los cuentos se le fueron acabando; las descripciones, volviéndose esporádicas; las anécdotas, menos espectaculares. Solo cuando el repertorio se le agotó por completo y la máquina atravesó Hatillo, que es como decir el punto de no retorno, el chofer se dignó a aclarar: “Miren, con el lío de las chapitas se me olvidó decirles que este viaje es a 40 pesos, no a 30, ¿me entienden?”.
En esta jungla nuestra hay, sin dudas, muchas formas de estafar.
Tomado del blog Cuba profunda
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