
Una puerta cerrada puede ser una pared infranqueable si la voluntad humana, dominada por el arte de decir que no, se interpone a un simple golpe de llave.
Esta vez, el suceso fortuito empezó con un papel perdido en la oficina estadística de un hospital materno: “Sabemos que usted no es responsable, pero haría falta el carné de la mamá para rehacer la planilla”, dijo tranquilamente la muchacha, sin sopesar la distancia a la casa ni la tarifa por una máquina alquilada. “Fíjese que esperaremos por usted para cerrar”, completó, con un modo diluido entre el aliento y la disculpa.
La bebé no llegaba a 24 horas de nacida y su papel de inscripción, el primer trámite oficial de su incipiente vida, se había extraviado con su nombre entre la sala de posparto y el registro central. El tema es que al bajar corriendo la escalera, giré hacia la puerta rumbo a la calle, con un impulso que casi arranca el picaporte… trancado.
“¡Hey, por ahí no puedes salir!”, casi gritaron, como quien defiende la puerta de su casa. “Seguro me conoce”, pensé, por el tuteo, y luego le espeté el clásico “¿por qué?”, aún a sabiendas de que pocas veces la respuesta convence.
Fue peor, no hubo respuesta. “Simplemente no se puede, es la orientación”, atinó a decir la señora con pantalón de custodio, quien no accedió ni al ruego de la prisa, aunque la llave le colgaba del cuello.
Sin tiempo para otros argumentos, no hubo más opción que “dar la vuelta” al disgusto y a unos cuantos pasillos. Solo al regreso, la mujer de la planilla aclaró el asunto: “Es la entrada de emergencia, ¿no se lo dijo?”
No, no lo había dicho. Era el problema mayor de aquella coyuntura tantas veces repetida en diferentes contextos, utilísimos ejemplos cotidianos para medir la fuerza descomunal de la palabra.
¿Cuánto le hubiera costado a la garante ofrecer la explicación? “Disculpe, pero es la puerta de emergencias, debe estar libre y limpia. Dé la vuelta, por favor”.
No habría resistencia, ni siquiera una reacción instintiva de preguntar la razón; porque la explicación, arropada de información oportuna y cortesía, es en todos los casos una llave maestra capaz de abrir las cerraduras más tenaces entre la incomprensión y el entendimiento.
¿Cuántas molestias, angustias y gestiones infructuosas puede evitar una buena explicación? No son pocas las quejas a nombre del famoso “peloteo”, ese terrible rezago del trámite burocrático, en que un alguien sin nombre, desamparado del favor de algún socio, es víctima de una cadena larga de intermedios hasta la solución final.
Incluso cuando no la hay, porque existen razones convincentes, solo la palabra dicha a tiempo y con argumentos sólidos puede aclarar la duda y ayudar en la búsqueda de un camino distinto.
El clásico “No puedo” o “No está en mis manos”, es una puerta cerrada demasiado grande, un portón de puntal alto que suele sonarse en las narices de quien, necesitado, acude a alguien con pintas de poder ayudar.
Eso es lo peor, cuando no hay puertas alternativas ni siquiera en la explicación, y queda a la deriva la inconformidad, sin el horizonte visible de la posibilidad. Demasiado ejemplo hay de que la buena intención, el interés por ayudar, que son en sí mismos puertas abiertas a la opción de resolver, quizá no todo el problema, tal vez solo una parte, pero un paso de avance siempre acorta el camino.
Otra cosa gigante es el poder del concilio, de la oportunidad al pensar y al proponer colectivo, cuando se abre una puerta a la participación.
Hace apenas tres días Cuba empezó otra vez, por cuarta ocasión en dos años, un ejercicio tremendo que, bien aprovechado, puede abrir muchas puertas, pues su elevada esencia democrática, hace de la rendición de cuenta del delegado de circunscripción ante sus electores, un escenario inmejorable para ensayar ambas lecciones: la participación y la respuesta oportuna.
La explicación por tanto es una necesidad, vital cuando no hay entendimiento y cuando la lógica exige mejores argumentos que un simple “no se puede”; una frase muchas veces estoica ante la urgencia, ante el favor rogado, pero corruptible ante la gestión de un socio.
No lo ilustra con la fuerza necesaria, pero entronca muy bien con el inicio, el pasaje vivido de vuelta al hospital, en que otra vez comprobé que la puerta bloqueada, sellada, fundida por la unión de sus dos hojas, está realmente en la aptitud y la mentalidad de mucha gente, cuidadora de puertas.
Tal vez un decreto interno limitaba la entrada solo a las emergencias, pero alguna cláusula debía tener para que aquel férreo guardián, incólume ante el ruego del padre de una niña sin nombre, cediera ante el técnico de mantenimiento que con la punta de un tubo goteante, tocó a la puerta de cristal, y a modo de solapín mostró un jugoso bocadito comprado al cruzar la calle.
Sin chistar, y en mucho menos tiempo que el lapso de mi súplica, la señora miró a los cuatro lados, sacó el cordón por encima de su cuello, y abrió la puerta mágica al obrero, mientras cobraba el premio de una mordida al pan.
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fonseca dijo:
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24 de octubre de 2014
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toyo dijo:
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24 de octubre de 2014
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la cienfueguera dijo:
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Luis Daniel dijo:
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