
Cuando el aplauso es un deber y sin embargo no se deja escuchar, no puedo evitar el recuerdo de aquella sentencia categórica que nos dejó Pablo Picasso: “El que se guarda un elogio se queda con algo ajeno”.
No pocas veces pasan inadvertidas situaciones que merecen el reconocimiento de los otros. De esa omisión todos hemos sido víctimas alguna vez y hasta victimarios, aunque no siempre hayamos estado conscientes de ello, sin tener en cuenta la fuerza insospechada que puede ejercer en quien lo recibe el elogio pertinente.
Confundiéndolo tal vez con alguna posición de adulonería —que entraña ser extremadamente atento con la sola intención de obtener beneficios a cambio— muchos se limitan de ofrecerlo, con tal de no concebirse erróneamente como adulones, y les niegan a otras personas palabras reconfortantes que pueden llegar a conseguir en ellas efectos muy positivos.
Un total desacierto resulta el caso si se piensa que reconocer en los demás alguna buena acción, celebrarles su apariencia o estimularles un resultado de trabajo, nos hace rebajarnos en nuestra escala personal, o quedar como falsos halagüeños. Pero una revisión del concepto, una revaloración del motivo que nos convida a callar ante lo que debe ser halagado, puede corregir el tiro y lograr que para la próxima nuestra opinión le regale a quien se lo gana el beneplácito que todo agasajo provoca.
Lo peor es cuando el elogio está “hechecito y maduro”, aunque sin la menor intención de salir a flote, y “fermenta” dentro de aquel que prefiere virar la cara antes de decirle al de al lado alguna expresión de complacencia que lo haga sentir bien visto y reconfortado con el parabién ajeno.
Ese sabe que un elogio es una caricia, y prefiere “cocinarse” en su bilis antes de soltar lo que no es suyo como si aguantándose la lengua dejara de pertenecerle a su dueño absoluto.
Como “ejercicio” social es necesario practicar el elogio. Hacerlo es válido solo si es sincero, si ese desprendimiento de nuestra palabra animosa nos hace ser justos, si entendemos que esa fibra humana de la que estamos hechos se nutre de los afectos.
A veces, resulta una necesidad, una estrategia, incluso una responsabilidad. En este maremágnum de experiencias que es la vida hay circunstancias en que elogiar no es una mera opción. El estudiante de pésimos resultados docentes que intenta cambiar su conducta y empieza a recibir resultados mejores, necesita como un motor para impulsar sus próximos buenos desenvolvimientos el estímulo oportuno que lo dota del entusiasmo y la confianza que está necesitando.
Si el más lento de un equipo es celebrado en el momento preciso, el elogio funciona como un catalizador y enciende una llamita que alegra el espíritu del que se sabe menos descollante. Si a un esfuerzo grande, que finalmente consigue resultados, no lo acompaña la palabra cariñosa de los más capaces, un derrumbamiento interior puede ocurrir en aquel que siendo menos virtuoso intenta con más dificultad llegar a su cima.
La sugestión elogiosa que toman en cuenta las ciencias de dirección, y estudia la psicología, usa con éxito esos argumentos para conseguir sus objetivos. Pero la magia del elogio nos compete a todos. Esa fibra humana de la que estamos hechos siente como un bálsamo la miel dosificada venida de los otros.
Sin empalagos ni artificios el elogio dignifica. En uno de sus Poemas sin nombre, hablaba la Loynaz de ciertos guijarros que “pudieron brillar como las estrellas” solo porque alguien les aseguró que eran las estrellas que se caían.
Y así nos sucede. Un elogio a tiempo puede ser el responsable de un cambio de actitud, de un nuevo sueño. Quien lo dude que busque entre sus recuerdos alguna gentileza que lo hizo feliz y que vino de alguien que al hacerlo le entregó lo que le pertenecía.
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rene dijo:
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21 de agosto de 2014
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Edgar dijo:
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Carlos Nodal Hernández dijo:
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toyo dijo:
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Gonzalo Hernández dijo:
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curro carreja dijo:
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Carlos de New York City dijo:
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YANES dijo:
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machete dijo:
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CQ dijo:
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josepedro dijo:
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23 de agosto de 2014
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