
Lejos en el tiempo quedaron aquellos días de mi adolescencia en que sin saber qué haría cuando llegara al final de sus páginas, leía con avidez exquisita la novela El tábano, de la escritora italiana Ethel Lilian Voynich, a quien debo una de las más bellas vivencias en mi encuentro solitario con un libro.
No fue de mis primeras lecturas, pues narraciones infantiles de los hermanos Grimm; las maravillas halladas en La Edad de Oro, recitadas o dramatizadas después en la escuela; las leyendas universales contadas por Herminio Almendros en Oros Viejos, y los cuentos de Las mil y una noches habían ganado antes un buen trecho cuando El tábano cayó en mis manos. Sin embargo, nunca antes creí posible sentir un vacío tan hondo al “despedirme” de una historia que me regalaba la literatura.
El tiempo transcurrido está en la fragilidad de sus hojas y en el color amarillento de sus páginas, donde escribió mi padre una vez su nombre para rubricarle su posesión —tal como hacemos los que aún compramos libros—; pero no en mi corazón, donde reverdece esa emoción cada vez que procuro convencer a alguien que lo ignora, del apetito de lectura que puede llegar a sentir el espíritu.
Hablar ahora de Arturo, el heroico protagonista del turbulento movimiento revolucionario de 1830 en Italia, reseñado en la obra —casi desconocida por las actuales generaciones de jóvenes— no es el asunto ahora, pero sí preguntarnos en qué medida somos responsables de que nuestros hijos estén hoy en el mundo desconociendo esas regocijantes y edificadoras experiencias.
Y no solo se trata —que es ya mucho— del placer que un encuentro de este tipo nos reserva, y que la mayoría hoy se pierde, mal convencidos de que otras propuestas, muchas veces sin calidad alguna, resultan suficientes para sustentar el alma. Cuenta también la invalidez de la memoria y la imaginación que aprisiona a quienes se enemistan con la lectura, fuente inagotable de cultura y sabiduría.
De las voces que podemos escuchar en un libro, a veces justo las que necesitamos oír, y de los laberintos en los que puede el lector perderse, o los caminos en los que puede encontrarse a sí mismo, nadie podría dudar. Pero sucede que muchos lo desconocen.
Más que una simple mercancía el libro es un producto humano concebido para un encuentro con el lector, en la escuela, en la biblioteca, en la casa u otro sitio. No basta que el objeto esté ahí para que los que no lo han descubierto en todo su esplendor lleguen a él y se fascinen con sus maravillas.
Nos corresponde a padres, maestros, o sencillamente a los que tuvimos la suerte de caer en su embrujo, hacer con los que nos suceden, lo que una vez alguien ayudó a sembrar en nosotros. No es suficiente comprar cada año en festivales del libro y la lectura, o en la populosa Feria de febrero, montones de libros que quedarán empolvados a la semana siguiente en cualquier rincón hogareño.
Si se trata de niños es preciso buscar ardides para que caigan en la tentación de seguir adelante con la lectura. Si de adolescentes se trata, podría empezarse por demostrarles que los propios contenidos escolares que muchas veces desconocen, les son ajenos precisamente por no haberse asomado jamás a un libro de texto, donde está casi toda la materia.
Qué hacer para “sembrar” un lector y ofrecerle ese regalo al mundo, debería ser, para quienes sabemos de su provecho, una de nuestras exigencias más urgentes.
De los amantes del libro y la literatura depende en gran medida que los padres y abuelos del mañana, herederos de nuestras enseñanzas, hagan lo mismo con sus hijos. Tal vez así consigamos que dentro de algunas décadas alguien pueda contar lo que pasó en su corazón cuando vio las pocas páginas que le faltaban para terminar de leerse un libro.
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Jorge Trujillo Hernández dijo:
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3 de julio de 2014
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Mario dijo:
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Ramon dijo:
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Nestor piñero dijo:
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5 de julio de 2014
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jose dijo:
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Jorge Manuel Castillo Cano dijo:
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Pierre Mazille dijo:
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Enrique el Antiguo dijo:
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toyo dijo:
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6 de julio de 2014
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Enrique el Antiguo dijo:
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7 de julio de 2014
07:41:54
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