Jamás puede recordarse con justicia a un padre si se mira de soslayo al ejemplo que fue en vida. Buena o mala, la herencia paterna marca huellas indelebles en quienes son sus hijos, y estos llevarán algo de aquel, quiéranlo o no, para vergüenza u orgullo.
Ser padre natural, de carne y sangre, tiene el inmenso riesgo del espejo, que replica en la prole la virtud o el error. Pero si se es escogido, padre nombrado, tomado en propiedad por su grandeza, nobleza o esplendor; la imitación entonces es legítima y digna, y el hombre paradigma se convierte en faro de muchos otros hombres, que si se cuentan, pueden llegar a sumar un pueblo entero.
Carlos Manuel de Céspedes fue exactamente eso: padre escogido por voluntad unánime de los hijos de su patria; la misma que todavía alumbra hoy, con el sol de sus días de fundador incansable.
A estas alturas del tiempo y de la historia encontrada, ¿quién se atreve a reducir el tributo a la conmemoración, o a explicar su apelativo con el único argumento del trágico capítulo del hijo fusilado? ¿Quién osa aún limitar su trascendencia a la estrecha visión del Céspedes iniciador de las guerras de independencia, o “el primero que liberó a sus esclavos”?
Carlos Manuel fue Padre no porque lo proclamaran sus palabras ante el fusilamiento desgarrador de Amado Oscar. A él lo tituló la estela inmensa de valores que practicó y legó, como el manantial que ofrece siempre de sí, sin retener el caudal ni preguntar a quién calma la sed.
Es cierto que la Revolución comenzó a contarse con aquel 10 de Octubre, y que su decisión fijó una pauta y un símbolo perpetuo cuando llamó por vez primera en esta Isla al negro: ¡ciudadano!; pero después Céspedes siguió creciendo en la escala de la virtud y el heroísmo; como quien, con cada movimiento, asciende un paso más hacia la cresta del faro en que se convertirá para el futuro.
Siempre de espaldas a lo mejor para él, por dar frente y propiciar lo que a la patria conviniera, no se conformó con el verbo del discurso que llamaba a la unidad urgente y necesaria, a la intransigencia, al sacrificio supremo. Lo que quiso decir lo hizo primero, lo demostró en sus actos.
Por eso, a pesar de llevar en sus ideas la razón, no dudó en replegarlas cuando hubo discrepantes que fueron mayoría, ni rogó ante la deposición como Presidente de la República en Armas, ni dio un paso atrás al quedar sin escolta en San Lorenzo, ni aun cuando el plomo y la rabia de sus perseguidores lo empujaron a la inmortalidad, a donde entró disparando todavía.
¿Cómo considerarnos hijos si no fuéramos capaces de entender que serlo es un mérito que se conquista, a fuerza de practicar en la cotidianidad su herencia gigantesca de valores y virtudes?
Empecemos por conocerlo más allá, mucho más, de los broches que le ciñen etiquetas consabidas, insuficientes, de patriota “valiente y aguerrido”.
Veremos que si lo removemos, sobre todo los jóvenes, encontraremos al Céspedes viril, seductor, cortés, ducho en las armas, imbatible en duelo, de intelecto cultivado hasta el genio, plurilingüe de ocho idiomas, poeta, compositor, periodista celebrado, abogado con título acreditado por la mismísima reina…; pero si ahondamos más, ya despojado de tales atributos, lo hallaremos superior en la desnudez de su altruismo y humanidad profunda.
¿Cómo no serlo si cultivó y vivió una vida entera para el bien de todos los cubanos: los de entonces y los que siguen hoy?
Solo quien lo conozca y lo aprehenda, sabrá que ante el legado de Céspedes, el Padre, llamarse hijo es un honor tremendo que se gana y un deber sagrado que se cumple.
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Pedro López dijo:
1
18 de abril de 2014
05:53:42
Elena dijo:
2
18 de abril de 2014
08:23:58
Granma dijo:
3
18 de abril de 2014
10:30:47
nrt dijo:
4
22 de abril de 2014
14:46:36
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