El adjetivo no es un invento de la lingüística, los adulones, o los propensos a la demasía. Existe porque además de usted querer decir que la casa está junto al mar, pretende señalar que la "casa verde" está junto al mar.
El adjetivo, sin embargo, es como una de esas armas sarracenas con doble filo en la hoja y hasta con un estilete coronando la empuñadura: puede salvarlo en una lucha a muerte por dominar el arte de la palabra, o por lo contrario, hacer que usted se asesine por su propia mano.
En Ser escritor, una joya de 167 páginas presentada en una Feria del Libro de La Habana, el argentino Abelardo Castillo, quien además de escribir como un elegido sabe de teorías y técnicas narrativas, recomienda: "Nunca adjetives en orden decreciente, nunca digas: Era una montaña titánica, enorme, alta. Si no te das cuenta por qué, nadie puede ayudarte. Si adjetivaste en la dirección correcta tampoco te creas un gran estilista. Tal vez buscabas el último adjetivo y te olvidaste de borrar los otros dos".
No hay un solo gran escritor o periodista que dejara de señalar la preocupación por el mal uso, o desmedido uso, del adjetivo, asunto, por demás, que se enseña (o se debe enseñar) en las aulas desde el más temprano grado.
Y junto con ello, lo vacuo del lenguaje almibarado, ese querer escribir (o decir) bonito a toda costa, que pasa por la entrega a una exaltación valorativa sin freno y tras convivir con ella, terminar ahogado (el dadivoso) en un lecho de mermelada.
En el medio cultural, la opinión profesional referida a diversas manifestaciones de la esfera puede correr el riesgo de transmutarse en una agresión adjetival casi comparable con aquellos circos de nuestra infancia, en que el anfitrión de la pista —sombrero de copa y levita roja— para anunciar a un bailador de yoyo lo calificaba de excepcional, único, "desmayante", fantástico, extraterreno, venido de otro mundo para congelarnos la respiración y poner a cabalgar el corazón en el potrero incomparable de nuestras emociones.
¿Picúo verdad?
Unos cuantos años moviéndome dentro de la opinión cultural (escribiendo, leyendo, revisando) y el haber resbalado alguna que otra vez por el siempre tentador camino de la exaltación incontrolable, han servido para activar un cierto mecanismo relacionado con el ¡alerta imprescindible!:
Directores de cine que en la concreta no manejan el lenguaje del plano y el contraplano y que gracias a la valoración del amigo (perdón, de la voz crítica) son considerados algo así como un Orson Welles antillano, músicos que tocan como dioses alados del Olimpo, actores que ya quisiera la escena isabelina de la época haberlos tenido en su elenco, pintores que redescubren la misma luz con que Patinir captó a Dios padre asomándose entre dos nubes...
Nada emociona más que el merecido aplauso.
Pero el adjetivo profuso, servido como guarapo, además de poner en tela de juicio la capacidad del que opina para expresarse con objetividad en una lengua a la que le sobran riquezas, ese adjetivo, que confunde en un solo saco conceptos tales como magistral, excelente, muy bueno, bueno y menos malo, puede convertir en poco creíble, las mismas manos con que se aplaude.


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Gonzalo Hernández dijo:
1
13 de marzo de 2014
19:56:17
francisco dijo:
2
13 de marzo de 2014
18:48:32
Idilio Lugo dijo:
3
14 de marzo de 2014
20:06:23
Alberto Folás M dijo:
4
28 de marzo de 2014
13:40:54
Daniel Castellanos dijo:
5
1 de abril de 2014
15:50:10
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